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Este trabajo aparece publicado en ‘Revista de Obras Públicas’

La manera de reparar las murallas de Cádiz apenas ha cambiado desde el siglo XVII

En el año 1596, un saqueo a manos del Conde de Essex estuvo a punto de arrasar la ciudad de Cádiz. Desde entonces, las autoridades centraron sus esfuerzos en establecer una barrera entre la ciudad y el mar, una tarea de reconstrucción que ha acompañado a los gaditanos en los últimos 400 años. Los problemas con los que se encontró Felipe II para detener la erosión marina son parecidos a los que existen hoy día, y las soluciones, también.

Garita del castillo de Santa Catalina, en Cádiz. Foto: Wikipedia

Esta investigación, llevada a cabo por investigadores de la Universidad de Cádiz y del Departamento de Costas en Andalucía-Atlántico traza una continuidad histórica en las labores de manutención y reforma de las murallas de Cádiz. Juan José Muñoz, del departamento de Física Aplicada de la UCA, explica a SINC que la primera mención a las murallas de la ciudad que Lord Byron bautizó como la Sirena del Océano tuvo lugar en el siglo XIII, con la repoblación de la ciudad llevada a cabo por Alfonso X el Sabio. En su Bula de 1263, el Papa Urbano IV se dirige al rey refiriéndose a “la reparación que estás haciendo de los edificios de Hércules y de la restauración de la antiguas murallas en un lugar llamado Cádiz”.

A través de un exhaustivo trabajo de documentación, los autores del trabajo “Las murallas de Cádiz y su lucha contra el mar”, publicado en la última Revista de Obras Públicas, cotejaron diferentes fuentes desde el siglo XVI que hacían referencia a los procesos de construcción o refuerzo de estas estructuras defensivas. En una de ellas, un almojarife de Felipe II de nombre Horozco relata la construcción de “una nueva y alta cerca, toda de mampostería, almenada y con sus torres y traveses de trecho a trecho, con un castillo y fortaleza de sillería de piedra, asentado sobre unos antiquísimos y muy fuertes cimientos”.

Tras resistir la ciudad numerosos ataques, entre ellos los protagonizados por adversarios tan temibles como Barbarroja o el almirante Drake, el conde de Essex logra en 1596 vencer la escasa resistencia que Cádiz ofrecía y desembarca a través del istmo que une la ciudad con la isla de San Fernando. De acuerdo con Muñoz, “A raíz de la destrucción de la villa, Felipe II decide la reconstrucción de la misma, tras descartar su abandono y reconversión en presidio”. Aquel proceso puso de manifiesto, a través de los escritos de la época, el empleo de la piedra ostionera, una arenisca conchífera de la zona, para su construcción, un material extraído de las aguas canteras de Puerto Real y cuyo empleo se ha extendido a lo largo de los siglos.

Aunque la progresiva construcción y refuerzo de las murallas y bastiones fue haciendo de los ataques a la ciudad algo menos frecuente, el mar y sus embates ha sido tradicionalmente el mayor y más constante enemigo de esta línea defensiva. Las labores de restauración han sido efectuadas de manera casi permanente. Según Muñoz, “tanto es así, que los autores tienen en muchas ocasiones una sensación de dejà vu cuando observan fotografías antiguas”.

Por supuesto, el progreso ha dotado a estas soluciones para erosiones al pie y socavaciones de una mayor capacidad de colocación en obra y resistencia de materiales con respecto a siglos previos, pero éstas vienen a ser casi las únicas diferencias.

Las murallas de San Rafael y San Miguel, conocidas como las “murallas del vendaval” sufrían mucho más con los temporales que ante cualquier ejército. Su remodelación fue constante entre los siglos XVII y XIX, un tiempo en que se desarrollaron muchas de las grandes ideas que aún hoy se aplican, como la de aportar un escalón de escollera al pie de la muralla, formando un dique con talud de 45º para que las olas rebotaran en él y golpearan con mucha menos fuerza la pared. Esta solución, propuesta por el ingeniero Ignacio Sala en 1728, fue mejorada por Juan Cavallero (circa 1772), que planteó un perfil retranqueando la parte superior para conseguir un “efecto botaolas”. De acuerdo con el investigador, “los técnicos de la época conocían las ventajas de planos inclinados a base de materia granular para la disipación de la energía en caso de que sí hubiese rotura del oleaje”.

Ya en el siglo XX, si bien se incluyó el adosamiento a la muralla de una zapata de hormigón, la restauración de la zona sur de la misma siguió planteándose –como en siglos anteriores- con una defensa previa a base de bloques, cuyo tamaño (que antes se había calculado mediante el método ensayo-error) comienza a definirse a partir de los conocimientos científico-técnicos existentes, según afirma el trabajo.

En 1981, indaga el estudio, los ingenieros López Peláez y Fages de la entonces Jefatura de Puertos y Costas advirtieron que en la zona del Baluarte de San Roque los bloques de 1949 tenían las aristas redondeadas y el oleaje las utilizaba como proyectiles contra el lienzo de la muralla”. En esta ocasión, como en el siglo XVII, se volvió a recurrir a la escollera.

“Fijémonos en que las escolleras colocadas en los siglos anteriores eran de una vara cúbica, muy similar en tamaño y peso a los primeros bloques de hormigón. Como puede apreciarse, el salto de unos a otros no es baladí”, comenta Juan José Muñoz. Con las últimas actuaciones llevadas a cabo en 1993, en que se restauró el tramo de muralla frente a la Cárcel Vieja y donde la mayor diferencia con respecto a diseños anteriores estuvo en el ángulo de inclinación de muralla, finalizó una tarea que ha mantenido ocupada a Cádiz los últimos 400 años.

Referencia bibliográfica:

Juan José Muñoz Pérez; Lorenzo Fages Antiñolo; Ángel de la Casa Alonso; Gregorio Gómez Pina. “The Cadiz City walls and their battle against the sea”. Revista de Obras Públicas. número 3.495, páginas 41-52. Enero de 2009

Fuente: SINC
Derechos: Creative Commons

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