Una parte de las ofensas que recibe el colectivo trans está orientada al futuro: se malinterpretará su identidad de género en función de los rasgos morfológicos. Para evitar esto, la arqueología no se basa únicamente en los restos óseos. Reconoce que las interpretaciones no son homogéneas ni universales y que nuestro paso por el mundo también fosiliza en los objetos, conductas o testimonios.
Nicole ‘Niki’ Zamfir, estudiante de Derecho en la Universidad de Granada, es una voz muy conocida entre la juventud española. Parte de su contenido en redes sociales lo dedica a contar sus vivencias y conocimientos —de legislación o de la experiencia propia— sobre qué es ser una mujer trans en España. Desgraciadamente, parte de esta vivencia pasa por recibir insultos. En uno de sus vídeos con más reproducciones, Niki relata qué supone formar parte de este colectivo en internet.
Una de las escenas que relata tiene que ver con cómo detectarán la identidad de género los arqueólogos del mañana cuando encuentren los restos de los humanos que quedamos en vida hoy. Se trata de una duda legítima. ¿Cómo sabrá la arqueología del futuro si corresponden a una persona cis o trans? ¿Cómo afecta el sesgo de las sociedades actuales a los trabajos arqueológicos?
María Paz ‘Patxuka’ de Miguel es doctora en Historia por la Universidad de Alicante, ejerce como matrona y arqueóloga y forma parte del equipo de Past Women, un proyecto de visibilidad del estudio cultural material de las mujeres. Su investigación ha estado centrada en la osteoarqueología, el análisis de las poblaciones humanas del pasado basándose en los restos óseos de sitios arqueológicos, como su tesis doctoral sobre la necrópolis islámica de Pamplona o su participación en el Proyecto Cervantes.
De entrada, responde a SINC que este tema es “complicado y súper sensible”, y sobre el que hay “muy poco publicado”. “Es muy difícil hacer interpretaciones a partir de cualquier contexto material. Da igual que sean restos humanos, sus bienes y objetos o los mismos hábitats para hacer unas inferencias culturales, de personas e individualizadas que te permitan abarcar todo”, resume.
Por su parte, María Cristina Fernández-Laso, doctora en Prehistoria por la Universidad Rovira i Virgili y con experiencia profesional como arqueóloga en laboratorios de zooarqueología y en excavaciones como Pompeya y Atapuerca, explica a SINC que estas dudas y preocupaciones sobre la arqueología del futuro tienen fundamento, en parte, porque existen círculos académicos “en arqueología, antropología física y bioarqueología” donde persisten miradas heteronormativos y patriarcales que dificultan y sesgan cómo se observa la evidencia.
“Cuesta mucho romper estas estructuras, aceptar que el sexo no es dicotómico, inmutable o sustituible con el género, sino que es construido cultural y políticamente y, por tanto, no responde a patrones universales. Además, no podemos saberlo todo sobre el pasado”, reconoce la también profesora de Geografía Humana en la Universidad Rey Juan Carlos.
En una conversación a tres, las expertas debaten sobre los retos acerca de cómo será la arqueología del futuro en relación con este aspecto de la humanidad y qué pistas se buscan en la actualidad para responder a estas dudas.
Las ofensas tránsfobas que intentan usar a la arqueología como punto de partida fallan en lo básico: los restos óseos humanos no determinan el género de la persona, sino su sexo.
De Miguel detalla que para conseguir esto existe una metodología científica con la que se puede determinar el sexo con muy poco margen de error siempre que se cumplan dos condiciones: que sean esqueletos completos y sexualmente desarrollados, es decir, que hayan concluido su adolescencia.
Aún con esas condiciones, puede ocurrir que “haya personas que quedan en un ámbito impreciso o alofiso” (en el que no ha conseguido ser clasificado su sexo). Además, este trabajo de sexado “se debe hacer por poblaciones, porque las características anatómicas no son universales y pueden variar en tiempo y espacio”. Como ejemplo, la experta cita que las poblaciones peruanas indígenas “tienen un dimorfismo sexual mucho más sutil que otras”.
También se puede contar con el material genético “cuando se conserva y es posible replicarlo” para estudiarlo. En este caso se busca la pista de los cromosomas sexuales, XX y XY, pero también contando con que, aunque sea poco frecuente, también existen los cromosomas XXX o XXY. A esto se le suma que el cromosoma no siempre determina el sexo.
Cristina Fernández-Laso en 2016 en el yacimiento Diana Arcaizante, en Pompeya. / Foto cedida por la experta
Si para conocer el sexo se pueden rastrear pistas en el ADN o en los restos óseos, para determinar el género hay que investigar, además, fuera de la anatomía. Como define Fernández-Laso, “el género se fosiliza en los restos humanos a través de la conducta, el comportamiento, los ajuares o lo que aparezca relacionado con la persona en el enterramiento”.
Esto presenta una complicación: hay situaciones en las que no aparece un ajuar, o el que hay no está claramente asociado al individuo encontrado, como ocurre por ejemplo con los enterramientos neolíticos. Una situación similar tuvo que resolverla De Miguel en el desarrollo de su tesis doctoral sobre la necrópolis islámica de Pamplona, con 177 individuos en 172 tumbas sin ningún ajuar ni acompañante.
“Era un ritual funerario totalmente uniforme, sin nada que signifique una diferenciación por sexos”. En el estudio antropológico y la identificación sexual morfológica se detectaron hombres, mujeres e individuos indeterminados. A partir de esto, “se vio que solo había heridas o restos de lesiones violentas en esqueletos de hombres, no en los de mujeres”.
Teniendo en cuenta el momento temporal en el que se fecharon estos restos, siglo VIII, al inicio de la conquista, “se podía inferir que las mujeres de esta población no tenían una función militar”. No se podía afirmar que todos los hombres combatían, pero sí que las lesiones que se vinculaban a los restos mortales únicamente de hombres “están relacionadas con enfrentamientos interpersonales, cuando en el caso de las mujeres no había ninguno”.
También hay casos donde los ajuares encontrados presentan conflictos, como en la tumba de la Dama de Baza, una escultura íbera del siglo IV a.C. en cuyo enterramiento se encontraron armas y una panoplia (armadura). “¿Cómo interpretas eso? ¿Era una guerrera? ¿Tiene lesiones vinculadas al manejo de armas? ¿Son armas de prestigio que corresponde únicamente a hombres o las mujeres también contaban con ese prestigio?”, se pregunta De Miguel.
La clave de esta búsqueda, coinciden ambas especialistas, es que no se pueden hacer interpretaciones generalizadas sobre el género. Y la arqueología —y cualquier otra disciplina— debe situar las miradas en el contexto cultural y cronológico que corresponda cada caso.
El origen de este debate viene de la duda sobre si, el día de mañana, nuestra identidad de género no se interpretará de forma justa y rigurosa. ¿Está fundada esta inquietud?
Fernández-Laso postula que sí, que las dudas y preocupaciones sobre este punto son legítimas, sobre todo si a la arqueología del futuro “no les llega rastro de la conducta, el comportamiento, los ajuares o nos dejen fuentes escritas, puesto que rara vez se conservan, excepto en algunos casos de momificación”.
Únicamente a través de los restos óseos es prácticamente imposible determinar si era, por ejemplo, un individuo intersexual. “El síndrome de Klinefelter o el de Turner, por ejemplo, pueden ser evidencias en los esqueletos que nos ayuden a identificar personas intersex, pero estas deberían de ir acompañadas, al mismo tiempo, del análisis del contexto que rodea al individuo”, precisa.
Eso sí, estas preguntas no son nuevas ni acaban de plantearse sobre la mesa: llevan sugiriéndose al menos desde el año 2000, fecha en la que la revista científica World Archaeology publicó su primer monográfico sobre este asunto. Esto marcó el inicio de un proceso muy lento —“como ocurrió en la arqueología feminista y de género”, dice Fernández-Laso— sobre los sesgos que tiene la academia científica arqueológica.
Desde su punto de vista, “no puede haber interpretaciones tan esencialistas, basadas solo en esa dicotomía hombre-mujer y no contemplar la variabilidad entre ambos, como estados no binarios o categorizables como ambiguos”. Cita como ejemplos a enterramientos de dos hombres juntos a los que se les interpreta como hermanos para no contemplar que son pareja o yacimientos con tumbas con una mujer y dos niños que saltan de las publicaciones científicas a los medios “por situarse la interpretación fuera del modelo heterosexista”.
“En determinados círculos académicos cuesta mucho romper esa estructura heteronormativa e introducir conceptos como personas intersex, cis, trans o un tercer, cuarto o quinto género. Sin embargo, tenemos que romper esa mirada que hemos tenido durante tantísimo tiempo, interpretando el pasado desde patrones conductuales de la sociedad occidental”, concluye Fernández-Laso.