Carla Simón, directora de cine

“Las historias sirven para que la gente se haga preguntas”

Con Romería, la directora cierra su trilogía familiar abierta con Estiu 1993 (Verano 1993) y Alcarràs, para adentrarse en la historia de sus padres en medio de una crisis sanitaria que arrasó a quienes consumían heroína. Transforma así aquella fractura social y epidemiológica en un relato íntimo y colectivo que cuestiona cómo se vivió y cómo sigue representándose el VIH en España.

Carla Simón
Carla Simón, directora de Romería / David Ruano

Carla Simón (Barcelona, 1986) lleva más de una década explorando en cortos, documentales y una trilogía multipremiada de largometrajes la historia que rodea su infancia: la de unos padres atrapados por la heroína en los ochenta y arrasados por el sida, dos epidemias que avanzaron en España entre la marginación, el estigma y la falta de una respuesta social a la altura. Libre de VIH al nacer y adoptada por su tío materno, creció entre huecos que son también generacionales, y que hoy reconstruye a través del cine.

En Verano 1993 (2017) revivió su orfandad tras la muerte de su madre —una de las 4 227 personas fallecidas por sida aquel año— y de su padre por el mismo motivo años antes. Con Romería, estrenada en septiembre tras el éxito internacional de Alcarràs (2022), retoma ese viaje íntimo hacia unos orígenes fragmentados por el silencio familiar.

En vísperas del 1 de diciembre, Día Mundial del Sida, Simón conversa con SINC desde Barcelona sobre memoria, determinantes sociales y la necesidad de iluminar desde el cine esa parte ocultada de nuestra historia.

Romería culmina una larga búsqueda personal. ¿Qué ha cambiado en tu forma de mirar a tus padres y su historia desde que iniciaste ese proceso?

Me he sentido liberada de todas aquellas preguntas y de la frustración por no poder entender bien su historia a través de los relatos de mi familia. Cuando alguien muere de VIH y además hay por medio una adicción a la heroína, la memoria de toda la familia se transforma. Aparte, había circunstancias que realmente no sabían de su juventud porque ellos desaparecieron durante un tiempo.

Hay muchas cosas que me hubiera gustado preguntarles, pero no están aquí. Eso me generaba una curiosidad difícil de saciar, y a través del cine, he conseguido crear las imágenes que me faltaban y reparar esos huecos. Hay cosas que nunca sabré, pero he hecho suficientes preguntas para entenderlo de alguna manera.

Tu abuela materna ni siquiera sabía de qué falleció su hija, ¿es así?

Por parte materna eran siete hermanos, hijos de padres católicos, y decidieron no contar a mis abuelos de qué murió mi madre. Un día mi abuela me dijo: “Una amiga mía va diciendo mentiras de lo que murió tu madre”. Cuando ya eran mayores lo hablamos abiertamente, porque cuando hice Verano 1993 mi abuela aún vivía y la vio. Tenía reparos con que yo contara esto de manera abierta, pero le expliqué el porqué. Y me di cuenta de que sí lo sabía, pero preferían hacer como que no.

Cuando alguien muere de VIH y además hay por medio una adicción a la heroína, la memoria de toda la familia se transforma

Fotograma de la película 'Romería'. / Quim Vives (Elástica Films)

Fotograma de la película 'Romería'. / Quim Vives (Elástica Films)

Verano 1993 habla de la orfandad. ¿Cómo recuerdas la muerte de tus padres y ese silencio posterior? ¿Cuándo surge la necesidad de transformarlo en cine?

Cuando murió mi madre y me mudé con mi nueva familia, no sentí silencio sobre su muerte, siempre me invitaron a hablarlo. El duelo infantil es complejo, pero me sentí bien acompañada. También para encajar en esta familia y empezar de nuevo, lo que un niño más necesita. Pero con el VIH sí tenía una “versión oficial”: que mi madre había muerto de una enfermedad del hígado y mi padre en un accidente.

A los 12 años mi madre adoptiva me explicó que mis padres habían muerto de sida, porque un día llegué de la escuela diciendo algo chungo sobre el VIH. Fuimos al médico y pude hacer todas las preguntas, si yo lo tenía… Porque no lo heredé, pero tienes ese miedo. Después me explicó que lo cogieron por drogas, y empecé a entender el contexto de su juventud y su adicción. Entonces empecé a recontar la historia a mis amigos; no quería que circulara una versión que no era.

Me lo contaron cuando lo podía gestionar y lo viví de manera bastante natural. Combatir el estigma pasa por contarlo con naturalidad, aunque mi posición es cómoda porque yo no lo tengo. Quien lo tiene decide contarlo o no según su entorno.

En tu generación, muchos hijos de padres con VIH supieron hacia esa edad que vivían con el virus. ¿Has hablado con personas con una experiencia similar?

Viviendo en Londres hice el documental Born Positive porque tenía esa curiosidad, y ninguno quería salir en cámara. Grabamos sus voces y las sincronizamos con actores. Entendí que hay mil maneras de vivirlo: uno lo supo porque, viendo una serie con un personaje con VIH, su madre le dijo “esto es lo que tú tienes”; otra de forma menos traumática, pero llevaba tiempo con su pareja y no se lo había contado; otro chico lo sabía desde pequeño y ni recordaba el momento porque lo había integrado con naturalidad. Pienso que cuanto antes se entienda, más natural es vivirlo, porque no supone un secreto o un trauma. Pero nacer con una enfermedad de transmisión sexual es complejo, sobre todo en la adolescencia, cuando empiezan las primeras relaciones. También conocí gente joven que falleció en esa época en que la transmisión vertical aún ocurría.

Nacer con una enfermedad de transmisión sexual es complejo, sobre todo en la adolescencia, cuando empiezan las primeras relaciones

Cambia mucho la vivencia del VIH según el contexto.

Sí, y también es muy particular según el país. En España está muy relacionado con la crisis de la heroína y los 80, y fue el país con una ratio de sida más grande. Pero en Reino Unido tiene mucho que ver con la inmigración africana y hay mucha variabilidad según cuándo hayan migrado; en EEUU se vincula a la escena homosexual de los 70… Yo pensaba que Romería sería una película muy local, pero luego te das cuenta que el estigma es el mismo en todos lados.

También he conocido mucha gente en mi situación. Tengo una amiga y una prima cuyos padres también fallecieron de VIH. Y tras estrenar Verano 1993, recibí un montón de mensajes de gente contándome que era “su misma historia”. Con Romería igual: en coloquios alguien te dice “yo tenía un tío” o “la amiga de mi madre”… Si no hablamos mucho más de eso es porque hay empeño en no hacerlo.

Cartel de la película 'Romería'. / Elastica Films

Cartel de la película 'Romería'. / Elastica Films

En 1984, El País calculaba que una de cada 500 personas consumía heroína, lo que alimentó la epidemia de sida en los 90. Pero estas historias siguen poco contadas. ¿Por qué crees que las hemos barrido bajo la alfombra?

Se juntan dos tabúes: el sida y la adicción. Y seguimos sin mirar la adicción como lo que es: un momento en que una persona enferma. Además, cómo se ha retratado la heroína —desde lo sórdido, lo cruel, como un viaje al infierno sin salida— no abarca todas las formas de vivirla. Hay gente que sale, historias felices, pero se cuentan menos. Mi madre salió, y luego le llegó el sida. Pero si pensamos en adicciones como viaje de no retorno, tiene una connotación tan negativa y poco aceptable… Claro, con cierto nivel de adicción, se vuelven delincuentes y eso pasaba en aquella época. Pero de alguna manera ellos fueron víctimas de un sistema, que es que entró toda esa droga en España.

Seguimos sin mirar la adicción como lo que es: un momento en que una persona enferma

Y mi pregunta es, ¿por qué no se hizo nada para pararla? Creo que no se ha investigado mucho. Está la teoría de que mientras estaban en drogas, no estaban en política en ese momento tan delicado de la transición, con el terrorismo del País Vasco, donde caía mucha gente en la droga, las madres gallegas pidiendo que parara de entrar la droga por ahí… Y, sin embargo, sabemos muy poco del recorrido de la heroína, sobre todo comparado con el de la cocaína. Todo quedó reducido a conclusiones muy básicas, sin mirar distintos ángulos ni al origen de todo.

La representación del VIH sigue marcada por el dramatismo de películas como Philadelphia (1993). Pero ahora llegan miradas distintas, como el humor vampírico de la miniserie Silencio, de Eduardo Casanova, o la tuya, desde un lugar íntimo. ¿Necesitamos nuevas formas de contarlo?

Sí. Arrastramos la percepción de nuestros abuelos, quienes juzgaron a una generación de los ochenta que puso patas arriba los valores conservadores de una España recién salida de la dictadura: de repente, a mis abuelos “un poco de derechas” les salieron siete hijos ateos y de izquierdas. Y claro, usaban palabras muy cargadas, como si el VIH fuese un castigo, como si esa gente tuviera que sentirse culpable por abrazar la libertad sin saber las consecuencias, porque ni siquiera sabían que el virus existía; fue una putada y una mala suerte de no saber a qué se atenían, no un castigo. Necesitamos cambiar ese vocabulario, porque cómo hablamos influye mucho en la percepción el mundo.

La maternidad te despierta fantasmas inesperados. Tras el parto, por ejemplo, me obsesioné con el herpes y entré en una paranoia irracional de poder contagiar a mi hija

¿Cómo has vivido tu maternidad, con un hijo de 3 años y una bebé de 5 meses?

La maternidad te despierta fantasmas inesperados. Tras el parto, por ejemplo, me obsesioné con el herpes —yo tengo muchos— y entré en una paranoia irracional de poder contagiar a mi hija. Mi pareja me hizo ver que aquello tenía que ver con mi historia, porque a mi madre le dijeron que tenía VIH justo tras parirme y le pidieron que no me diera el pecho porque me lo podía transmitir. Hasta los nueve meses no supieron si yo lo había heredado. Sin darme cuenta, repetí ese miedo con otro virus que no tenía nada que ver; me hizo entender la dimensión de lo que vivió mi madre.

¿Cómo dialoga tu cine con la ciencia y la educación sobre una infección sobre la que sigue habiendo tanta desinformación?

Como me decía [el investigador] Bonaventura Clotet, la ciencia ha ido muy rápido con el VIH, hasta el punto de poder vivir siendo indetectable, pero a nivel social todo va muy lento. La desinformación es brutal y aún hay percepciones del pasado; hay un desequilibrio enorme entre dónde estamos a nivel científico y cómo se vive socialmente. Hice un corto para educar [Después También] y hablando con jóvenes me di cuenta de lo poco que sabían. Para eso sirven las historias, para que la gente se haga preguntas y, a lo mejor, salga del cine y busque “VIH”.

Fuente: SINC
Derechos: Creative Commons
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