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El prestigioso oncólogo Josep Baselga ha hecho público hace unas horas que abandona la dirección médica del Sloan Kettering Cancer Center de Nueva York, días después de que The New York Times denunciase que no había declarado su relación con la industria en sus estudios. No es raro que surjan este tipo de vínculos. Lo que hay que hacer es declararlos, opinan los expertos.
El pasado 9 de septiembre, el diario The New York Times publicó en la portada de su edición dominical que Josep Baselga “omitió los lazos financieros de docenas de artículos de investigación en prestigiosas publicaciones”. El reportaje, elaborado en colaboración con ProPublica, denunciaba que en los trabajos del destacado oncólogo no se informaba sobre el conflicto de interés de sus investigaciones con la industria. Baselga había recibido financiación de varias empresas farmacéuticas y biotecnológicas y no había avisado de ello.
Este tipo de conflicto surge cuando el criterio y las acciones de una persona pueden verse influenciadas por otros intereses. “Declararlos es una obligación ética con la comunidad, los pacientes y la sociedad”, comenta a Sinc por teléfono Álvaro Rodríguez-Lescure, vicepresidente de la Sociedad Española de Oncología Médica (SEOM).
No solo la ciencia, otros ámbitos, como la política, pueden verse afectados por esta cuestión deontológica. Por ejemplo, la ley de incompatibilidades de 2015 sobre altos cargos establece que estos deben esperar dos años antes de colaborar con empresas privadas. Esta medida pretende evitar lo que se conoce vulgarmente como ‘puertas giratorias’.
En investigación, el conflicto de interés puede sesgar el diseño de un experimento o un ensayo clínico para probar un fármaco y la difusión de los resultados. El disclosure, concepto anglosajón que hace referencia a la revelación por parte del científico del conflicto de interés con la industria, es una garantía de transparencia e independencia en sus artículos científicos y en las presentaciones en congresos.
Tanto la Sociedad Estadounidense de Oncología Clínica (ASCO), desde 1994, como la Sociedad Europea de Oncología Médica (ESMO), más recientemente, defienden la necesidad de hacer explícito el conflicto de interés. “Nos adherimos al espíritu de las dos sociedades”, dice Rodríguez-Lescure en nombre de la SEOM.
Las políticas de independencia editorial de ESMO se aprobaron a finales del 2011, entraron en funcionamiento al año siguiente y se revisaron en 2015. Su criterio establece que el conflicto de interés debe darse a conocer a partir de los 500 euros, a título personal, y de los 10.000 euros, en el caso de las instituciones, recibidos durante los últimos doce meses. Aparte, ESMO también tiene en cuenta intereses no financieros, como las asesorías en compañías privadas.
Los estadounidenses son más concretos si cabe. ASCO establece hasta ocho relaciones con la empresa que los investigadores deben dar a conocer: empleos remunerados, puestos de liderazgo, actividades de consultoría, conferencias, testimonios de expertos, intereses de propiedad, fondos de investigación y honorarios por intereses de propiedad intelectual.
Las relaciones entre científicos e industria no se consideran impropias de por sí, siempre y cuando se pongan de manifiesto para preservar valores, según ASCO, de “equilibrio, independencia, objetividad y rigor científico” de investigadores, programas de investigación y formación, y guías de práctica clínica. En cambio, la realidad es otra. Según un estudio publicado el mes pasado en JAMA Oncology, un tercio de los oncólogos no reveló su relación con el espónsor del ensayo clínico.
Replantearse el conflicto de intereses no es baladí. Ambas sociedades han actualizado sus políticas en varias ocasiones para adaptarlas a los cambios en investigación. La última versión de ASCO fue revisada en 2013 con fuerte polémica entre la comunidad investigadora y fracasó en la regulación de algunas medidas al asemejarlas a las que se toman en la arena política.
Inicialmente, la intención de ASCO era que sus dos revistas científicas, Journal of Clinical Oncology (JCO) y Journal of Oncology Practice (JOP), no aceptaran manuscritos de autores en posición de primero, último y de correspondencia, que hubiesen sido empleados, inversores o conferenciantes de compañías médicas durante los dos años previos al envío del artículo. El revuelo que causó aquella medida la dejó en suspenso y cuatro años más tarde se retiró.
Dejando esta polémica de lado, en la última revisión de políticas, a diferencia de las anteriores, ASCO amplió la declaración del conflicto de interés a todo tipo de trabajos, no solo a los ensayos clínicos; a las organizaciones, no solo a los individuos; y al primer y último autores, así como los de correspondencia, no solo al investigador principal.
“Lo malo no es tener conflictos, sino no declararlos”, aclara Rodríguez-Lescure, que opina que la transparencia y la honradez “se echa de menos en muchos ámbitos de la vida, no solo en la ciencia”.
La declaración de los investigadores siempre es por iniciativa propia, una limitación de la que ASCO admite no tener ni “la autoridad” ni “los medios” para verificar esta información. Más allá de la honorabilidad del investigador, las sanciones por no respetar el conflicto de interés no están claras y cada revista establece un período en el que el científico no puede volver a publicar en esa cabecera.
La publicación de un artículo científico es una tarea ardua. Primero, los investigadores mandan el manuscrito del trabajo a la revista científica donde quieren difundirlo. Si es aceptado, el artículo pasa por un proceso de revisión por pares, en el que expertos anónimos examinan el texto y lo revisan para pedir las modificaciones oportunas a sus autores antes de la publicación.
En este proceso, la declaración de conflicto de intereses es clave. Muchas veces, sin esta aclaración el texto no pasa al proceso de revisión por pares. Por ejemplo, la política de las revistas de la Asociación Estadounidense para la Investigación sobre Cáncer (AACR) exige a los autores que dejen constancia de ello en la primera página del trabajo, incluso si este no existe.
Pero aquí cada maestrillo tiene su librillo. No existe unanimidad en la fórmula universal a la hora de declarar el conflicto de intereses, por mucho que el Comité Internacional de Editores de Revistas Médicas crease un formulario para intentar unificarlo. De todas formas, todos son “repetitivos y exhaustivos”, según Rodríguez-Lescure, que dice haber respondido sobre ello hace dos días al someter un artículo a revisión.
Sobre la fuente de financiación de los estudios, ASCO considera que si la totalidad o una parte del trabajo está sufragado por los Institutos Nacionales de Salud (NIH, por sus siglas en inglés) de los Estados Unidos, la objetividad y la independencia están aseguradas al contar con dinero público. En cambio, cuando la industria financia el estudio la transparencia se vuelve más relevante.
El conflicto de interés, sea o no financiero, es “ubicuo” en medicina, señala un artículo de opinión de 2012 en JAMA, que recuerda que el remedio más adecuado es su declaración. Sin embargo, sus autores advierten que la revelación no es “la panacea” y tiene también efectos adversos, como la autoridad moral para mostrar resultados sin contrastar. Al final, ser honesto es un compromiso ético y moral con la transparencia en investigación.