El camino del perro: así conquistó este querido animal el continente americano

Un equipo internacional de zooarqueólogos, antropólogos y paleogenetistas analizó el genoma de 70 perros antiguos y modernos. Sus hallazgos indican que el primer animal domesticado por el ser humano se expandió por Sudamérica impulsado por la adopción de la agricultura —en particular, el cultivo del maíz— entre hace 7000 y 5000 años, mucho más tarde de lo que se suponía.

Perro xoloitzcuintle (‘perro raro’ o ‘perro arrugado’ )
El xoloitzcuintle o pelón mexicano es reconocido como Patrimonio Cultural y símbolo de la Ciudad de México. Esta raza sin pelo ha sido venerada desde tiempos prehispánicos. / Cortesía Alex Cearns | www.xoloaus.com

Aunque todavía no se ha realizado un censo riguroso, se estima que en el continente americano viven aproximadamente 200 millones de perros. Los hay pequeños y grandes, delgados y robustos, atléticos, de mandíbula poderosa, con y sin pelaje, afectuosos y desconfiados. A todos los une la misma convulsionada y antigua historia, llena de travesías épicas y episodios de violencia y de sorprendente adaptación.

“Si bien la domesticación del perro estuvo estrechamente vinculada a los grupos de cazadores-recolectores de Eurasia, su expansión por América Central y del Sur estuvo relacionada con el desarrollo de la agricultura, especialmente el cultivo del maíz, hace entre 7 000 y 5 000 años”, cuenta a SINC la zooarqueóloga francesa Aurélie Manin, quien, en una investigación publicada hoy en la revista Proceedings B de la Royal Society de Londres, revela nuevos aspectos de la dispersión de estos animales a lo largo del continente.

Ayudados por los avances de la paleogenómica, esta investigadora de la Escuela de Arqueología Universidad de Oxford y 46 zooarqueólogos, antropólogos y paleogenetistas de Francia, Suecia, México, Perú, Chile, Argentina, Bolivia, Inglaterra y Estados Unidos analizaron los genomas de 70 perros antiguos y modernos (Canis familiaris). Se trata del análisis genético más extenso de perros arqueológicos, tanto de América Central como de Sudamérica, realizado hasta el momento.

En este estudio, participaron 47 zooarqueólogos, antropólogos y paleogenetistas de Europa y América, como el arqueólogo argentino Lucio González Venanzi. / Lucio González Venanzi

En este estudio, participaron 47 zooarqueólogos, antropólogos y paleogenetistas de Europa y América, como el arqueólogo argentino Lucio González Venanzi. / Lucio González Venanzi

El estudio se trata del análisis genético más extenso de perros arqueológicos, tanto de América Central como de Sudamérica, realizado hasta el momento

Los hallazgos resultaron reveladores: los científicos demostraron que los perros llegaron por primera vez a las regiones más australes del continente mucho más tarde de lo que se pensaba. “Si consideramos que los humanos llegaron a Sudamérica hace unos 14 000 años, hubo una brecha de aproximadamente 8 000 años entre su llegada y la introducción de los perros”, explica el arqueólogo argentino Lucio González Venanzi.

“Esto nos lleva a descartar hipótesis previas que postulaban que la dispersión de los humanos en América del Sur fue facilitada por la ayuda que brindaban los perros, por ejemplo, en la caza de la megafauna”.

La gran dispersión canina

La relación entre humanos y perros ha intrigado a antropólogos y arqueólogos por igual. El estudio del pasado remoto de este compañero fiel es un campo fértil en debates y controversias. No hay consenso sobre cuándo comenzó el complejo proceso de domesticación de jaurías de lobos grises (Canis lupus), dónde ocurrió ni cómo se desarrolló exactamente. Los registros arqueológicos más antiguos conocidos de perros rondan entre los 23 000 y 18 000 años antes del presente, y proceden de Europa central.

El perro no solo fue el primer animal domesticado por el ser humano. También fue el único que lo acompañó en su expansión hacia cada rincón habitable del planeta. Estos compañeros inseparables se dispersaron con asombrosa rapidez por gran parte de Eurasia, China y la fría tundra de Siberia.

Su ayuda habría permitido a los primeros grupos humanos que ingresaron al continente americano a través de Beringia —el puente de tierra que unía Asia y América del Norte— hace más de 20 mil años subsistir en un entorno hostil: los asistieron en la caza y en el transporte.

La evidencia arqueológica indica que los perros no acompañaron a los humanos en todas sus oleadas exploratorias

Sin embargo, la evidencia arqueológica indica que estos animales no acompañaron a los humanos en todas sus oleadas exploratorias: los datos genéticos revelan que su expansión hacia el centro de México y más al sur ocurrió recién miles de años después de los primeros asentamientos humanos.

escultura de un perro del 300 a.C.-600 d.C /Museo Amparo

escultura de un perro del 300 a.C.-600 d.C /Museo Amparo

Para precisar el momento de su dispersión a lo largo del continente y analizar las causas de su introducción tardía, los científicos se apoyaron en una pista clave: el ADN mitocondrial (o ADNmt), fundamental para reconstruir los orígenes de estos animales. Este tipo de ADN, que reside en las mitocondrias —las centrales energéticas de la célula, fuera del núcleo—, se transmite exclusivamente por vía materna, de madre a cría, sin mezclarse con el material genético paterno.

Gracias a esa particularidad, permite rastrear cómo se diversificaron las poblaciones caninas a lo largo del tiempo y ayuda a diferenciar con mayor precisión entre linajes antiguos y modernos. Además, al ser más abundante que el ADN nuclear, ofrece mayores probabilidades de ser recuperado en restos antiguos.

El ADN mitocondrial fue fundamental para reconstruir los orígenes de estos animales. Este tipo de ADN, se transmite exclusivamente por vía materna, sin mezclarse con el material genético paterno

Zooarqueólogos de distintos puntos del continente americano enviaron a la Universidad de Oxford, en Inglaterra, restos de perros antiguos para su análisis genético. Desde Argentina, se remitieron 20 muestras provenientes del noroeste y del norte de la Patagonia. Por su parte, sus colegas chilenos aportaron una docena de piezas dentales extraídas de colecciones arqueológicas de la costa y los valles de Arica, en el norte del país. “Este estudio ha permitido obtener una visión profunda sobre la dinámica de las poblaciones caninas en el continente”, comenta el arqueólogo chileno Adrián Oyaneder, de la Universidad de Exeter.

Los científicos barajan varias hipótesis sobre por qué los perros no acompañaron a los primeros humanos en su ingreso a América del Sur. Una posibilidad es que aquellos pescadores y cazadores-recolectores que poblaron América Central —y más tarde llegaron al sur del continente, siguiendo las costas y las vías fluviales— no hayan encontrado ventajas concretas en mantener perros como apoyo para su subsistencia.

Además, cruzar el puente terrestre de América Central requería que los perros se adaptaran a un entorno tropical hostil, repleto de enfermedades, insectos y parásitos a los que no estaban adaptados. También es posible que hayan sido presa fácil para los depredadores locales.

Es raro que una herramienta tan importante para los cazadores-recolectores como los perros no haya sido exitosa en Sudamérica. Probablemente algunos de estos animales ingresaron pero que no sobrevivieron mucho tiempo

Luciano Prates, antropólogo

“Es raro que una herramienta tan importante para los cazadores-recolectores como los perros no haya sido exitosa en Sudamérica. Probablemente algunos de estos animales ingresaron pero que no sobrevivieron mucho tiempo”, especula el antropólogo Luciano Prates, de la Universidad Nacional de La Plata.

“En los sitios arqueológicos de La Pampa y Patagonia que estudiamos en Argentina asombrosamente no encontramos mordidas de perros en los restos de huesos de presas cazadas por los humanos. Esto nos hace pensar dos cosas: que los perros no eran muy abundantes o que no estuvieron presentes en la región con los cazadores”.

Restos de un perro de aproximadamente entre 1100 y 500 años de antigüedad recuperado en el sitio arqueológico Huaca Amarilla, Perú. / Nicolás Goepfert.

Restos de un perro de aproximadamente entre 1100 y 500 años de antigüedad recuperado en el sitio arqueológico Huaca Amarilla, Perú. / Nicolás Goepfert.

La situación comenzó a cambiar hace 7 000 años con la expansión del cultivo del maíz a gran escala. Las primeras comunidades agrarias de Mesoamérica y Sudamérica cambiaron su relación con el entorno y probablemente encontraron útil criar perros, ya fuera como fuente de alimento, compañía o protección.

Al garantizar una fuente de sustento más estable, la producción de excedentes alimentarios pudo haber alentado la proliferación de perros

Al garantizar una fuente de sustento más estable, la producción de excedentes alimentarios pudo haber alentado su proliferación. También es posible que los perros se hayan incorporado a estas sociedades agrarias cuando se intensificó la circulación de personas, bienes e ideas por largas distancias.

“Después de instalarse en la región andina, el perro se habría expandido hacia el este y hacia el sur del continente hace entre 3 000 y 2 000 años”, detalla el paleontólogo Francisco Prevosti, de la Universidad Nacional de La Rioja, especialista en cánidos de Argentina. “Ingresó al noroeste argentino, Chile, Uruguay y la Patagonia”.

Esto coincide con los hallazgos de estudios realizados en otras regiones del mundo, como Asia Oriental. “La dispersión de los perros en distintos continentes estuvo estrechamente vinculada a comunidades agrícolas, es decir, poblaciones más sedentarias”, explica González Venanzi, investigador de la Universidad Nacional de La Plata.

El impacto de la conquista: un borrado genético

Cuando llegaron en el siglo XV a lo que hoy es México, los conquistadores europeos se encontraron con distintas variedades de perros —o ‘chichi’, ‘tetlamin’ o ‘tehui’, como los llamaban los pueblos locales—, según quedó registrado en el Códice Florentino, redactado por el fraile franciscano Bernardino de Sahagún, con la colaboración de sabios indígenas nahuas.

El tlalchichi era un perro que los pueblos originarios creían que podía guiar a las personas en el camino al más allá por lo que, si el dueño fallecía, este era sacrificado

El tlalchichi o techichi (‘perro de tierra’ o ‘perro de piso’), por ejemplo, era un perro de tamaño pequeño a mediano, con un cuerpo más largo, patas curveadas, cortas y gran barriga. Dócil y compañía para los toltecas en el siglo XI, se considera el antecesor del actual chihuahua. Los pueblos originarios que los criaban creían que este animal podía guiar a las personas en el camino al más allá por lo que, si el dueño fallecía, su perro era sacrificado.

Entierro de perro de aproximadamente 800 años de antigüedad recuperado en el sitio arqueológico El Olivar, Chile. / Paola González

Entierro de perro de aproximadamente 800 años de antigüedad recuperado en el sitio arqueológico El Olivar, Chile. / Paola González

También estaba el perro xoloitzcuintle (‘perro raro’ o ‘perro arrugado’ en náhuatl): un animal sin pelo, de piel oscura o moteada y cuerpo estilizado, representado en cerámicas fechadas entre los siglos V y XV. Los aztecas también creían que guiaba las almas de los difuntos a través del inframundo, el Mictlán. La raza estuvo en peligro de extinción, pero se han realizado esfuerzos para preservarla. El autorretrato de Frisa Kahlo titulado Perro Itzcuintli conmigo (1938) y la película Coco (2017) contribuyeron a popularizar a estos perros.

Cronistas y viajeros observaron —con cierta sorpresa— la presencia de estos animales entre los indígenas sudamericanos. El cronista Francisco Cortés de Ojeda registró en 1558 cómo los pueblos del sur de Chile criaban pequeños perros para la utilización del pelaje en la confección de vestidos. En 1578, el inglés Francis Drake observó que los tehuelches cazaban ñandúes con ayuda de perros al sur del Golfo de San Jorge, en la actual provincia argentina de Santa Cruz.

Otros cronistas coinciden en que algunos de los perros de los indígenas yámanas y alacalufes eran de tamaño pequeño para facilitar su transporte en las canoas. “Los perros nativos eran de tamaño mediano a pequeño, entre alrededor de 10 a 15 kg”, dice González Venanzi. “En Perú, existen registros, como representaciones en cerámica y esqueletos, de perros sin pelo. Creemos que el Imperio incaico (o Tawantisuyu) fue el gran dispersor de estas razas a lo largo y ancho de su territorio bajo dominio”.

Para las élites, algunas razas eran símbolo de prestigio y —antes de la llegada de los caballos— incluso fueron empleados como animales de carga

En las distintas sociedades sudamericanas, los perros desempeñaban múltiples roles dentro de la vida social. En las últimas décadas, arqueólogos locales han documentado diversos usos: eran fuente de alimento, se aprovechaban sus pieles, participaron en la guerra, cumplían funciones de defensa, caza y compañía. Para las élites, algunas razas eran símbolo de prestigio y —antes de la llegada de los caballos— incluso fueron empleados como animales de carga.

En la región andina ayudaron en el manejo de los rebaños de llamas y de alpacas, como se aprecia en representaciones de arte rupestre en la cueva de Huichay en Junín, Perú. “Tenemos evidencia de que eran enterrados ritualmente en sectores que estaban destinados únicamente al entierro de personas”, revela González Venanzi. “Esto nos da una idea de que en las poblaciones indígenas algunos perros llegaban a tener un estatus social cuasi similar al de los humanos. Es decir, estos animales eran importantes para la gente”.

Esto se aprecia en la disposición de sus restos funerarios. En 2006, arqueólogos argentinos descubrieron en la provincia de La Pampa, en el centro del país, los restos de un perro que vivió hace 900 años, cuidadosamente sepultado con sus cuatro patas apoyadas sobre el cuerpo de un niño que había sido enterrado con un abundante ajuar. Esta particular postura llevó a los científicos a inferir la existencia de un vínculo estrecho entre ambos. El ritual mortuorio parecería haber buscado perpetuar esa relación más allá de la vida.

Cráneo de un perro enterrado  hace aproximadamente 500 años. Fue hallado en el sitio arqueológico Sierra Apas, Argentina. / Lucio González Venanzi

Cráneo de un perro enterrado hace aproximadamente 500 años. Fue hallado en el sitio arqueológico Sierra Apas, Argentina. / Lucio González Venanzi

La llegada de los europeos a partir del siglo XVI, revelan los estudios genéticos, alteró para siempre la presencia canina en el continente americano. En varias oleadas, los colonos introdujeron perros euroasiáticos que desplazaron casi por completo a los perros indígenas, descendientes de aquellos animales que habían acompañado a las poblaciones humanas en su cruce por Beringia. Al igual que las comunidades originarias, estos perros también sufrieron las consecuencias de la conquista europea.

Los linajes europeos se expandieron rápidamente por América. Es posible que los colonos fomentaran la reproducción entre sus propios perros, lo que provocó la desaparición del linaje de estos antiguos perros americanos. “El comportamiento de los primeros perros introducidos por los europeos también pudo haber sido un factor”, dice Manin. “Eran perros de guerra entrenados para atacar a los nativos y perseguir esclavos. Es posible que también atacaran a los perros nativos”.

Cuando en el siglo XVII se prohibió la presencia de perros en las calles del Virreinato de Nueva España, una campaña de envenenamiento aceleró la desaparición de la raza tlalchichi. En una obra escrita entre 1770 y 1780, el jesuita Francisco Javier Clavijero consignó que la carne de este “perro de aspecto triste” era comestible y que la llegada de los españoles impulsó una explotación excesiva que terminó por provocar su extinción.

En el siglo XVII se prohibió la presencia de perros en las calles del Virreinato de Nueva España, una campaña de envenenamiento aceleró la desaparición de la raza tlalchichi

Curiosamente, no todos los perros precolombinos desaparecieron. El chihuahua, una de las razas de perros más antiguas del continente americano, aún porta ADN mitocondrial estrechamente vinculado con perros mesoamericanos ancestrales. “Este pequeño perro proviene de una región desértica del norte de México, un lugar que nunca ha estado densamente poblado y aún alberga a varios grupos indígenas como los tarahumaras, los pimas o los guarijíos”, explica la zooarqueóloga francesa. “Es posible que los perros de estas zonas permanecieran aislados hasta el siglo XIX”.

Al igual que el chihuahua, el xoloitzcuintle —conocido como ‘pelón mexicano’ o simplemente ‘xolo’— es otro sobreviviente. En 2016, fue declarado ‘patrimonio cultural y símbolo’ de la Ciudad de México. En el interior de sus células, conserva el legado de incontables perros que habitaron el continente durante miles de años el continente, hasta que, a partir del siglo XVI, comenzaron a desaparecer.

Los científicos saben que aún quedan muchos capítulos por descubrir de la historia de estos antiguos compañeros. Como indica Aurélie Manin, comprender cómo se expandieron los perros por América es importante ya que ayuda a entender mejor la vida de los primeros pobladores de Centro y Sudamérica.

Los perros son piezas clave de nuestra vida. “Estudiar su pasado es estudiar la historia de las poblaciones humanas”, afirma con convicción Lucio González Venanzi. “Nos permite conocernos a nosotros mismos”.

Fuente:
SINC
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