Hablar de Paleontología exige dimensionar el vasto tamaño del tiempo. Si comparamos el que ha transcurrido hasta hoy desde que concluyó la formación de la Tierra —4.500 millones de años— con la duración de un día, las formas más elementales de la vida estarían haciendo su aparición sobre este planeta a las 2:40 horas (hace 4.000 millones de años), mientras que los primeros organismos pluricelulares surgirían a las 12:48 (hace 2.100 millones de años).
El Homo sapiens —con sus particulares capacidades para inventar, aprender y utilizar estructuras lingüísticas complejas, matemáticas, escritura, técnica— apenas estaría registrando su arribo tres segundos antes de concluir las 24 horas (hace 200 mil años). Pues bien, Paleontología es el esfuerzo de esta especie advenediza por descifrar el origen y la evolución de la vida a lo largo del extenso “día” que comprende la Historia de la Tierra.
En las tres últimas décadas la Paleontología española ha logrado una destacada presencia internacional, como lo demuestra la aparición cada vez más común de paleontólogos españoles en revistas internacionales de investigación. En esto, sin duda, ha sido determinante el hallazgo reciente de excepcionales testimonios fósiles en la Península Ibérica, como los que se resguardan en los yacimientos de Atapuerca y Las Hoyas.
La Unidad de Paleontología de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) es uno de los equipos científicos que ha protagonizado este último y productivo periodo de la disciplina en España haciendo importantes aportes dentro de su especialidad: los vertebrados continentales del Mesozoico; dicho de otra forma: las manifestaciones más complejas de la vida que poblaron los ambientes no marinos durante la era geológica que comenzó 250 millones de años atrás y que se extendió hasta hace 65 millones de años (la rodaja de tiempo que va desde las 22:36 a las 23:40 horas).
Monstruos de tiempos remotos
José Luis Sanz, familiarmente conocido entre colegas como “Pepelu”, es una de las personas que contribuyó a impulsar hace 30 años la Unidad de Paleontología de la UAM. Según afirma: “los paleontólogos vemos la evolución de la vida a cámara rápida”.
La consagración del profesor Sanz a esta disciplina es consecuencia de una fascinación que surgió un día de finales de 1958. Lo recuerda claramente: “tenía 10 años, y luego de ver la película El monstruo de tiempos remotos, me sentí impulsado a buscar huesos de dinosaurios en los alrededores de Soria, la ciudad donde nací. Por supuesto que no encontré ningún resto de dinosaurio, pero sí di con muchos fósiles marinos que empecé a clasificar en cajitas de cerillas”.
Esta temprana fascinación por los dinosaurios y su mundo lo llevó más tarde a escribir una tesis doctoral sobre los notosaurios, una especie de reptiles que habitaron las orillas del Mar de Tetis y que se alimentaban de peces y moluscos. A comienzos de la década de los 80, sería coautor de la primera monografía sobre el estudio de dinosaurios que se publicó en España.
Poco tiempo después se hizo internacionalmente reconocido por el hallazgo en Cuenca de unos fósiles de pequeños dinosaurios con alas. Gracias a estos se logró demostrar que no todos aquellos seres remotos se extinguieron hace 65 millones de años, sino que un linaje especializado con plumas sobrevivió: “Son animales que vuelan y los llamamos aves".
A lo largo de su carrera el profesor Sanz ha sido autor y coautor —además de cerca de 200 artículos y 13 libros sobre Paleontología— de ocho nuevos géneros de dinosaurios. Entre estos el primer dinosaurio nominado en España (1987): el Aragosaurus ischiaticus o “Lagarto isquiático de Aragón”; y el último (2010): el Concavenator corcovatus o "Cazador jorobado de Cuenca".
El Concavenator —entre colegas “Pepito”— corresponde a un fósil hallado en 2003 en el yacimiento de Las Hoyas y descrito a finales del año pasado en la revista Nature. Se trata de un dinosaurio sui géneris de hace 125 millones de años, carnívoro, de seis metros de largo y con una joroba coronada por afiladas espinas: todo un “monstruo” de tiempos remotos, como los que profesor Sanz quiso encontrar de niño en su natal Soria.
Reconstruir hábitats y cuantificar formas
Las Hoyas es un yacimiento donde se evidencia la existencia de un complejo ecosistema de lagos, charcas, canales y suelos anegados que hace 125 millones de años compusieron el paisaje de la Serranía de Cuenca.
Gran parte del trabajo que los científicos desarrollan actualmente allí se concentra en reconstruir los hábitats que antaño albergaron un amplio espectro de organismos: desde algas hasta dinosaurios, pasando por plantas acuáticas y terrestres, insectos, anfibios, reptiles, aves y peces. Es un laboratorio natural que ofrece posibilidades invaluables para rescatar información sobre el origen de muchos de los animales y plantas que hoy habitan la Tierra.
Para Ángela Delgado Buscalioni, actual directora de la Unidad de Paleontología de la UAM y del yacimiento de Las Hoyas, éste lugar representa, en particular, un santuario para el estudio de una especie que tuvo un enorme éxito evolutivo durante el Mesozoico: los cocodrilos.
En su esfuerzo por comprender los patrones evolutivos de estos reptiles semiacuáticos, parientes cercanos de las aves modernas, la profesora Ángela ha publicado numerosos trabajos que han contribuido a modificar la visión que de ellos comúnmente se tiene. Ha ayudado a demostrar, por ejemplo, que los cráneos aplastados, los esqueletos apendiculares y las armaduras dérmicas que caracterizan a los cocodrilos actuales, son características que obedecen a una evolución temprana divergente en este grupo animal que en el pasado remoto ostentó formas más terrestres, con una postura cuadrúpeda erguida y una gran capacidad locomotora.
Los estudios sobre las relaciones de parentesco entre especies vivas y especies extinguidas han llevado a la profesora Delgado —para todos: “la jefa”— a elaborar aproximaciones pioneras en Morfología Teórica de los vertebrados. Jesús Marugán es uno de sus discípulos, con quien se ha involucrado en distintos proyectos, como en el caso de las tesis doctorales de Beatriz Chamero (sobre cocodrilos) y Ioannis Sarris (sobre serpientes).
El trabajo de Marugán explora las posibilidades de cuantificar la forma. Desde esta perspectiva es posible, por ejemplo, determinar cómo varía numéricamente el cráneo de las aves a lo largo de millones de años. Más allá de establecer relaciones de parentesco, se trata de una metodología que está permitiendo adentrarse en las más finas huellas del tiempo para intentar descubrir cómo sucede el proceso macroevolutivo.
Esta línea de trabajo, conocida como Morfología Cuantitativa, se vale de la informática para hacer cálculos numéricos complejos, reconstrucciones virtuales y procedimientos de realidad aumentada. Su desarrollo dentro de la Paleontología puede considerarse como prueba de que ésta no es hoy una ciencia igual de polvorienta a los fósiles que estudia (como muchas veces se ha percibido desde el imaginario popular, e incluso desde el “oficial”). La Paleontología moderna es una ciencia dinámica que se revalúa constantemente, que desarrolla procedimientos de observación y análisis cada vez más potentes y que cifra la posibilidad de ofrecer tantos aspectos reveladores sobre el futuro como hasta ahora lo hecho sobre el pasado.
Los peces también ‘molan’
Dentro de la aproximación multidisciplinar que caracteriza el trabajo en la Unidad de Paleontología de la UAM, Francisco Poyato se ha ocupado de estudiar a los pycnodontos, un grupo de peces que surgió en el último tercio del Mesozoico y que desapareció casi al final de la era siguiente, el Cenozoico.
“Cuando me propusieron hacer una tesis sobre estos peces en un primer momento debí torcer el gesto—confiesa el investigador—, ya que nunca había pensado en tal cosa. Sin embargo, como en cualquier grupo o problema biológico, una vez que se comienza a profundizar, la fascinación y el interés no pueden sino aumentar con el tiempo y el trabajo”.
Dada la aparente semejanza morfológica entre los actuales habitantes de arrecifes de coral (como el pez-mariposa) y los pycnodontos, el consenso científico suponía hasta hace poco que estos también eran en su tiempo peces de arrecife, y por tanto exclusivamente marinos. La aparición de pycnodontos en el ancestral sistema lacustre de Las Hoyas, puso seriamente en entredicho tal suposición. Y fue así como el profesor más joven de la Unidad de Paleontología de la UAM se subió a un caballo de batalla que contribuyó a derribar el mito de los pycnodontos marinos: “Un proceso que —asegura—, como todo aquello que intenta romper moldes, fue espinoso, largo, duro y difícil, pero enormemente estimulante”.
Los procesos de fosilización es otro de los asuntos de los que se ocupa el profesor Poyato. Para ello, con la ayuda de su doctorando Hugo Martín, se vale de experimentos con cadáveres de peces que son sometidos a procesos de putrefacción. “No los matamos porque somos objetores de conciencia: los reciclamos de una empresa proveedora de acuarios que gentilmente colabora con nosotros pasándonos sus pececitos muertos que, de otro modo, acabarían simplemente en la basura”, aclara.
Gracias a estos trabajos se ha podido deducir que los restos fósiles de peces en malas condiciones de preservación (desarticulados, rotos, quebrados) no necesariamente sufrieron procesos de descomposición en medio de fuertes corrientes, mareas o tormentas, como hasta ahora se ha supuesto.
Según demuestran los experimentos llevados a cabo en el laboratorio que todos conocen como “el pudridero”, en los sótanos de la Facultad de Biología, la mala preservación de peces fósiles puede presentarse también en procesos de descomposición sucedidos en total y paciente calma. Esto ha llevado a suponer que la descomposición de los peces fósiles en excelente estado de preservación debió llevar implícitos mecanismos protectores, como espesos velos microbianos.
Mientras que el profesor Poyato —para sus compañeros y alumnos simplemente “Fran”— describe los muchos otros proyectos en los que trabaja, pone de manifiesto el continuo “tira y afloja” entre el entusiasmo, las ganas de trabajar, los muchos problemas aún por resolver dentro de la Paleontología y sus disciplinas derivadas (Paleoecología, Paleobiología, Paleogeografía, etc.), el escaso número de personas que se pueden dedicar a resolverlos y el poco tiempo que muchas veces las labores docentes y administrativas dejan para la investigación.
Al igual que los demás integrantes de su unidad, coincide en afirmar que la Paleontología —“esto de ayudar modestamente a deshilvanar pequeños hilos en la complicada madeja de la Historia de la Vida”— es algo vocacional. Y agrega que se trata de una vocación que en parte se explica porque “estudiando fósiles se contribuye en cierto modo a ‘resucitar’ organismos del pasado; lo que puede entenderse como un intento por compensar en lo posible el pulso destructor de la especie humana con aquéllos que tienen la mala suerte de compartir el planeta con nosotros en estos momentos”.