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Durante casi 140 años inactivo, el volcán Santa Helena había proporcionado una plácida sombra a los numerosos árboles y plantas que se desarrollaban en los bosques de su alrededor. Pero todo esto empezó a cambiar cuando en marzo de 1980 se registraron unos pequeños terremotos que fueron aumentando en intensidad y frecuencia, llegando a los 50 diarios en mayo.
La montaña se resquebrajaba, había avalanchas de hielo y nieve y la cumbre se elevó más de 150 metros. Algo sucedía en el interior del volcán. Alarmadas, las autoridades norteamericanas declararon el estado de emergencia.
Todo se desencadenó a las 8:32 de la mañana del 18 de mayo. Un terremoto de grado 5 en la escala de Richter derrumbó parte de la montaña e hizo que el agua del Spirit Lake formara grandes olas que causaron una nueva avalancha, eliminando las piedras que protegían el magma de la zona norte.
Al descubierto, debido al aumento de la presión, la lava estalló con la fuerza de 500 bombas atómicas de 350 megatones. Las rocas y las cenizas superaron los 600 grados Fahrenheit y, a una velocidad de hasta 1.080 km/h, devastaron casi 600 km2 de bosque. La explosión fue, por su magnitud, la cuarta más grande del siglo XX.
En menos de 10 minutos la columna de ceniza se elevó a 19 kilómetros sobre la altura del volcán y llegó a extenderse a 10 estados vecinos. Miles de vuelos comerciales tuvieron que ser cancelados y varias cosechas quedaron arruinadas.
La erupción había sido la más mortífera y destructiva de la historia de los Estados Unidos. Fallecieron 57 personas y la vida animal y vegetal de los bosques circundantes quedó devastada (murieron 5000 ciervos y cerca de 12 millones de salmones). Hasta el propio monte fue “herido” por la explosión y perdió 400 metros de altura, formándose un gigantesco cráter en su interior.
El presidente Jimmy Carter describió el estado en que quedó la zona como más desolador que un paisaje lunar.