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Los ensayos clínicos de provocación con vacunas son estudios experimentales de infección en humanos que han generado conocimientos científicos muy valiosos. Investigan si una hipotética vacuna protege a voluntarios frente a la infección provocada de forma controlada. Ahora, tres investigadores plantean su uso para investigar la eficacia y seguridad de vacunas frente al SARS-CoV-2. El debate ético está sobre la mesa.
En los primeros días de abril se empiezan a conocer indicadores que nos informan de que los peores momentos de la epidemia por el virus SARS-CoV-2 en España ya están pasando.
Aunque las diversas estrategias de control y prevención de la pandemia a escala mundial están teniendo un efecto muy favorable (diferentes según países y en función de las medidas tomadas y del tempo de la epidemia), la opinión generalizada de los expertos en salud pública es que las vacunas, disponibles en un futuro no lejano, serán las que puedan doblegar la pandemia. Las colaboraciones científicas para investigar esta infección son extraordinarias. En el desarrollo de posibles vacunas frente a la COVID-19 se contabilizan por decenas las iniciativas en marcha basadas en distintas estrategias, a grandes rasgos: de virus completo (inactivado o atenuado), de subunidades virales o de ácidos nucleicos (ADN o RNAm).
Queremos debatir sobre el posible papel de un tipo especial de ensayo clínico para investigar la eficacia y seguridad de las vacunas, cuyo uso podría acelerar la generación de un conocimiento riguroso y vital para el control de la pandemia.
Los llamados ’ensayos clínicos de provocación’ para la investigación con vacunas (ECP, Human challenge trials for vaccine development, en inglés) son estudios experimentales de infección en humanos. Investigan si una hipotética vacuna contra un agente causal de una infección concreta, administrada a voluntarios, los defiende frente a la posible infección cuando esta es provocada experimentalmente al exponerlos al microbio. Es decir, si los protege, no frente a la adquisición natural de la infección en sus condiciones de vida diaria, sino de una manera artificial bajo las condiciones de un experimento controlado. De ahí el término “provocación” o challenge.
Estos estudios se han realizado desde antiguo y han contribuido a la generación de conocimientos científicos muy valiosos para el desarrollo de las vacunas y de los medicamentos antimicrobianos. Hace pocos días se ha publicado un artículo de los investigadores Nir Eyal, Marc Lipsitch y Peter G. Smith en la revista Journal of Infectious Diseases que ha sido respondido rápidamente con una entrevista a sus autores en Nature y ha generado otros artículos divulgativos, entre los que destaca uno en Science. Los autores de la propuesta plantean el uso de ensayos clínicos con un diseño de ECP en la investigación de la eficacia y seguridad de las vacunas frente al virus SARS-CoV-2.
La investigación llamada ’preclínica‘ incluye estudios muy amplios antes de su investigación en humanos, tales como el desarrollo de nuevas moléculas, el análisis de los mecanismos íntimos de las enfermedades con la identificación de posibles dianas para vacunas o terapias, el estudio con modelos experimentales de enfermedades, etc. Una vez que los resultados preclínicos son prometedores, se pasa a las fases experimentales en humanos: entramos en el campo de los ensayos clínicos.
El primer tipo de estos ensayos es el llamado de fase 1. Si hablamos de hipotéticas vacunas frente al coronavirus, debemos contestar la pregunta de si la vacuna es segura, es decir, si una vez aplicada a seres humanos sanos no produce efectos adversos o secundarios inaceptables. En definitiva, respetar el principio de no hacer daño.
Si los resultados son positivos, se pasa a la fase 2 e incluso a fases híbridas (1-2 u otras). Además de seguir generándose información sobre seguridad (por ejemplo, en función de las diferentes dosis de la vacuna) lo esencial es conocer si la supuesta vacuna es eficaz, si logra lo que se persigue: inducir las defensas adecuadas frente al microbio patógeno.
Si los resultados de los ensayos clínicos fase 2 son favorables, es decir que el beneficio (eficacia) de la vacuna estudiada supera a los riesgos (seguridad), se pasa a los ensayos clínicos fase 3. En estos lo que se investiga es si la supuesta vacuna es eficaz y segura frente a un placebo cuando se administran una u otro (mediante una asignación al azar), habitualmente a miles de individuos expuestos al microbio en cuestión, frente al que la vacuna se espera que sea eficaz y segura. Los diseños de los ensayos clínicos, sean de fase 1, 2, 3 o híbridos, tienen una notable complejidad y hay múltiples variantes.
La pregunta sobre cómo acelerar el largo proceso de investigación clínica de las vacunas no es nueva y ya se ha planteado de forma práctica años antes de que tuviésemos esta pandemia. Así podemos aludir a algunas enfermedades en las que se ha empleado este diseño, por ejemplo, en malaria, cólera, diarreas producidas por virus (norovirus), dengue y en infecciones virales respiratorias (gripe, virus respiratorio sincitial) pero no frente a microbios con riesgo de alta mortalidad como el virus del Ébola, por sus evidentes implicaciones éticas.
El diseño de los ensayos clínicos de provocación para el desarrollo de vacunas no entraña grandes dificultades desde el punto de vista científico; las hay, pero son abordables. El “pero” ¡y es un gran pero!, es que genera un debate bioético de envergadura.
Siguiendo la propuesta de los investigadores, el diseño de este estudio sería muy sencillo:
1. Seleccionamos un grupo de voluntarios sanos, entre 20 y 45 años, que sabemos con certeza que no han pasado la infección por COVID-19. Estamos hablando de decenas (no miles como para un ensayo fase 3).
2. Disponemos de una supuesta vacuna frente al coronavirus que haya pasado con éxito la fase 1 en humanos (segura), y que genera respuestas de defensa inmune (eficaz).
3. Vacunamos a los voluntarios sanos y estudiamos sus resultados, la evolución clínica (si tuviesen molestias en el lugar de la administración, fiebre, mal estado general, etc.), y un amplio conjunto de análisis de laboratorio, como parámetros bioquímicos, hematológicos, la presencia o no del virus e información detallada del desarrollo de la respuesta inmune (anticuerpos, células, etc.).
3. Preparamos unos viales con una cantidad de virus vivo, con capacidad de provocar la infección, dosificada en una cuantía similar al propio de las circunstancias habituales de un contagio en condiciones naturales de adquisición de la infección.
4. Ponemos a los voluntarios sanos que hubiesen tenido una excelente respuesta inmune a la vacuna en un entorno aislado, sin posibilidad de contagiarse desde el exterior y con la disponibilidad de todos los medios médicos al alcance, por si fuese necesario su uso.
5. Administramos el virus en el tracto respiratorio superior (mucosa nasal) a los voluntarios sanos, empezando por uno o muy pocos de ellos para minimizar el hipotético riesgo. Hacemos un seguimiento muy detallado de si se les provoca la infección y sus posibles síntomas, y estudiemos de nuevo el conjunto de variables de laboratorio, bioquímicas, hematológicas, etc., además de la evolución del propio virus y la caracterización del desarrollo de las defensas del voluntario.
6. Sabremos al final si la vacunación previa logra evitar parcial o completamente la infección inducida de modo experimental.
El autor principal del artículo, Nir Eyal, que es director del Centro de Bioética de la Población de la Universidad de Rutgers en New Brunswick, New Jersey, y sus colaboradores proponen que haya un grupo experimental que es expuesto a la infección frente al coronavirus pero que no ha sido vacunado con anterioridad. Los voluntarios de este grupo habrían recibido un placebo. Desde nuestra perspectiva, aunque tal diseño añade rigor científico, consideramos que tiene más objeciones éticas.
En definitiva, con una u otra variante de investigación, esta estrategia de ensayo clínico genera un conocimiento de una excepcional fiabilidad y de forma muy rápida, disponible en pocas semanas o meses frente al largo tiempo requerido para un ensayo clínico fase 3 convencional. ¿Pero sería ético poner en riesgo a los voluntarios sanos?
La bioética y su aplicación a la investigación clínica tiene un gran desarrollo doctrinal y normativo con unos principios esenciales que la sustentan (autonomía, no maleficencia, beneficencia y justicia). Se debe considerar si los beneficios generados por un ensayo clínico de una vacuna frente al coronavirus superan a los riesgos. Incluso el riesgo posible para una persona no debe infravalorarse frente a los beneficios posibles para una comunidad, un grupo de pacientes o el conjunto de la sociedad.
El riesgo de mortalidad por la infección natural de la COVID-19, en personas sanas del intervalo de edad aludido, es muy bajo, en torno al 0,5 % y en algunas series de casos es inferior (0,25 % en España en los infectados entre 15 y 49 años, a fecha 6 de abril). Pero existe, es real.
Se debería minimizar el riesgo mediante una selección rigurosa de los candidatos, con edades, datos demográficos y ausencia rigurosa de enfermedades de base; una selección de las vacunas con mejores resultados en fases I y II, o de otras con riesgo potencialmente menor; y un seguimiento muy actualizado de los conocimientos sobre la eficacia de los tratamientos y selección de los más exitosos frente a la infección natural por el coronavirus. Hay muchísimos ensayos clínicos en marcha que van a ser muy concluyentes en un periodo breve de tiempo. Sería el recurso absolutamente indispensable en los hipotéticos casos que, habiendo sido vacunados y respondido con unas defensas bien desarrolladas, se les pudiese haber inducido una infección experimental moderada o grave, cuya probabilidad de mortalidad estaría aún más disminuida que en la situación actual.
¿Asumiríamos como voluntarios los riesgos así planteados? Parte de la respuesta está ya dada: a una oferta muy reciente de estas características de un laboratorio en Londres, según Wall Street Journal, han respondido miles de voluntarios; bien es verdad, con el incentivo de recibir 3.500 libras cada uno. Es este otro aspecto de importancia ética a debatir. Lo habitual en los ensayos clínicos es compensar económicamente a los voluntarios, abonándoles los gastos individuales causados por su participación (viajes, etc.) pero sin que la cuantía suponga un incentivo económico sustancial.
El dilema está entre el riesgo aparentemente pequeño, pero real, de enfermar y morir por parte de unos voluntarios sanos, frente al gran y útil conocimiento generado para el conjunto de la población mundial. No es arriesgado decir que una investigación con este diseño generaría muy rápidamente unos conocimientos que evitarían miles de muertes. Estamos en la clásica situación en la que el trade off dificulta la toma de decisiones. ¿Asumiríamos como sociedad las contrapartidas, las compensaciones, los intercambios, así planteados?
Hace pocos años se propuso un ECP frente al virus del Zika que ofrece lecciones para este debate. La conclusión de un panel independiente que lo evaluó fue que “el ensayo podía ser éticamente justificado en principio, pero que era prematuro para su aprobación”. La prematuridad se debía, en una parte, a que había un riesgo potencial de daño a unas personas no participantes en el estudio (parejas o contactos sexuales de los voluntarios, pues no se conocía en detalle el riesgo de la transmisión sexual), y en otra, a que en el momento de la evaluación había investigaciones en marcha cuyos resultados podrían hacer innecesario el ensayo propuesto.
Los dos autores de este análisis hemos hecho una exploración cualitativa planteando el problema a familiares (edad 20-45 años, sin patologías de base, con respuestas anónimas) que pudieran ser voluntarios de un hipotético ECP como el aquí debatido. Han respondido 23: 10 síes, 8 noes y 5 no sabe no contesta. Por supuesto, se trata de un muestreo de conveniencia, pero enriquece nuestra reflexión sobre el dilema con la percepción del riesgo sentido por un grupo joven (y con 16 hijos en total) en un momento dramático de la pandemia de COVID-19 en Madrid.
Creemos que esta pandemia nos está haciendo reflexionar sobre múltiples aspectos de nuestra vida personal y de la vida en comunidad. Nos va a plantear muchos dilemas, en el ámbito social, económico y político. Por supuesto, también a los profesionales de la salud, a los investigadores, y a los posibles voluntarios sanos para un ECP frente al coronavirus. Nosotros dos no podemos ser voluntarios para un estudio así, pero si pudiésemos serlo, optaríamos por ello.
No podemos acabar sin hacer un gran énfasis en que cuando las vacunas frente al coronavirus estén disponibles, seamos capaces como ciudadanos y como sociedad de exigir que sean accesibles a todos los habitantes de este planeta.
Luis Guerra es exdirector de la Fundación de Investigación del Hospital Ramón y Cajal y exdirector de la Escuela Nacional de Sanidad (lnstituto de Salud Carlos III). Médico jubilado.
José Carlos Alcázar es licenciado en Ciencias Químicas. Su actividad profesional se ha desarrollado en el ámbito empresarial no sanitario. Ha sido miembro lego del Comité de Investigación Clínica del Hospital Ramón y Cajal. Jubilado.