Esta enfermedad es una de las dolencias con mayor impacto en la sociedad actual por su frecuencia y efectos. A pesar de toda la investigación, sus causas aún son un misterio, lo que dificulta la prevención y tratamiento. En los últimos años crece la teoría de un componente infeccioso, lo que abre el camino hacia nuevos enfoques en la lucha contra este mal.
Frente a los brillantes triunfos que la medicina ha conquistado contra la enfermedad, aún quedan grandes retos pendientes. Entre ellos destacan ciertas dolencias frecuentes, devastadoras y que, más allá de no tener curación, aún ni siquiera tienen una causa conocida. Es el caso del alzhéimer, uno de los huesos más duros de roer para la ciencia. Pero en las últimas décadas ha crecido una hipótesis que podría reenfocar el problema hacia un campo quizá productivo: ¿sería posible que el alzhéimer tuviese un componente infeccioso?
Esta patología es una de las dolencias neurodegenerativas más conocidas y temidas por el gran público. También es una de las más frecuentes: según cifras de la Sociedad Española de Neurología (SEN), cada año se diagnostican en el mundo 7 millones de nuevos casos, lo que sitúa la carga global de la enfermedad en 57 millones de afectados, 800 000 en España. No hay cura, ni tratamiento más allá de un par de fármacos —lecanemab y donanemab— recientemente aprobados para las fases iniciales, y cuya eficacia es controvertida y, en cualquier caso, modesta.
De acuerdo a la visión actual, la SEN afirma que casi uno de cada dos casos “es atribuible a factores modificables relacionados con el estilo de vida y los factores de riesgo vascular, por lo que el alzhéimer es una enfermedad que se puede prevenir”. Pero el hecho de que se ignore la causa raíz convierte en algo inquietante, por la posibilidad de contagio, la idea de que algún agente infeccioso pudiera ser detonante de este mal o, al menos, un potenciador.
Los científicos no persiguen ningún microbio esquivo y desconocido que pueda ser un desencadenante directo, como el hallazgo del VIH en el sida. En este caso se trataría de microorganismos patógenos comunes que, activados en el lugar y el momento incorrectos, sobre todo en las personas con determinados genes, podrían provocar o facilitar el desarrollo de los síntomas que definen el alzhéimer.
Después de que en 1906 el psiquiatra alemán Alois Alzheimer presentara el caso de su paciente Auguste Deter, lo que llevaría a bautizar con el nombre del médico la enfermedad que describió, se identificaron como típicos de esta dolencia las placas amiloides y los ovillos neurofibrilares en la autopsia microscópica del cerebro.
Durante más de un siglo, ambas estructuras patológicas han competido por erigirse la raíz del alzhéimer, aquella que antecede y origina las demás alteraciones, y cuya prevención evitaría la demencia.
Pero aunque la hipótesis de un origen infeccioso se ha considerado como mínimo arriesgada, cuando no excéntrica, lo cierto es que es tan antigua como la descripción de la patología: en una época en que los microbios empezaban a protagonizar infinidad de padecimientos antes inexplicados, tanto el propio Alzheimer como los también pioneros Oskar Fischer y Francesco Bonfiglio propusieron la posible intervención de algún microorganismo en este mal. Sin embargo, la falta de pruebas congeló esta línea de investigación, sin que la relación entre infección y alzhéimer llegara nunca a descartarse.
En la década de 1980 comenzó a concretarse la potencial implicación de ciertos virus, sobre todo el virus del herpes simple de tipo I (HSV-1, por sus siglas en inglés). El HSV-1 es extremadamente común y contagioso que infecta a dos tercios de la población menor de 50 años. Suele mantenerse latente en los nervios hasta que ocasionalmente se activa por algún daño, estrés o enfermedad, causando, por ejemplo, las erupciones en los labios que suelen llamarse calenturas o pupas.
En 1991 Ruth Itzhaki y sus colaboradores en la Universidad de Manchester hallaron ADN del HSV-1 en autopsias cerebrales de personas ancianas con y sin alzhéimer. Según escribía Itzhaki en The Conversation, “era el primer signo claro de que un virus podía vivir silenciosamente en el cerebro, que durante mucho tiempo se creyó libre de gérmenes, protegido por la llamada barrera hematoencefálica”.
En la discusión entre quienes defienden los depósitos de proteína beta amiloide entre las neuronas como primer motor del alzhéimer, y quienes asignan este papel a los ovillos de proteína tau dentro de las células nerviosas, surgían las observaciones de que un gen confiere a sus portadores una especial propensión a padecer la enfermedad; se trata de una variante específica de la apolipoproteína E (Apo-E), una proteína que participa en el metabolismo de las grasas. Pero ninguno de estos factores por separado ni todos ellos en conjunto han servido para completar el rompecabezas del alzhéimer.
En este contexto y según contaba a Nature el neuroinmunólogo de la Universidad de Luxemburgo Michael Heneka, “tenías suerte si mencionabas la inmunología y no te zurraba la gente de beta amiloide o la gente de tau”. Sin embargo, el trabajo de Itzhaki mostraba que la confluencia de dos factores, la variante e4 del gen de la Apo-E y la presencia del HSV-1 en el cerebro, disparaba el riesgo de padecer alzhéimer. Los microorganismos podían ejercer un efecto inflamatorio cuya posible contribución a la enfermedad resultaba congruente, favoreciendo la formación de placas y ovillos de tau.
Posteriormente, Itzhaki observó la fabricación de las proteínas anómalas del alzhéimer en células cerebrales infectadas con el HSV-1, y detectó el ADN del virus en las placas amiloides. Cobraba peso un mecanismo para explicar el componente infeccioso de la enfermedad: a medida que el cuerpo envejece, la debilidad del sistema inmunitario y de la barrera hematoencefálica permite al virus instalarse y activarse en el cerebro, lo que daña las neuronas y provoca inflamación. En algunas personas y en función de otros factores de influencia como los genéticos, este deterioro inflamatorio desemboca en alzhéimer.
"Hay ya unas 500 publicaciones con técnicas muy diversas que apoyan un papel fundamental del HSV-1 en el alzhéimer", cuenta Itzhaki a SINC. "Probablemente haya también otras causas, como otros agentes infecciosos y quizá factores no infecciosos". De hecho, los datos apuntan que el HSV-1 no es el fin de la historia. Otro virus emparentado, el varicela-zóster (VVZ), también suele infectar de forma latente, causando de forma episódica el herpes zóster o culebrilla. El VVZ se ha encontrado también en el cerebro, y podría reactivar el HSV-1 coadyuvando a la neurodegeneración del alzhéimer.
Otras investigaciones han aportado nuevas piezas al dibujo del puzle infeccioso de esta patología No solo la vacuna del VVZ —aún no hay vacuna contra el HSV-1—, sino también otras que son capaces de reducir el riesgo de la enfermedad, lo mismo que ciertos tratamientos antivirales.
Prevenir infecciones comunes podría disminuir el riesgo de alzhéimer
Según Itzhaki, "parece probable que estos tratamientos deberían aplicarse en una fase temprana de la enfermedad, cuando tal vez se produzca el mayor daño". Pero la investigadora apunta otra idea: “Prevenir infecciones comunes podría disminuir el riesgo”.
A lo anterior se han sumado otros virus herpes como el citomegalovirus, uno de los causantes de la conocida como enfermedad del beso, y virus diferentes como los de la gripe o el de la covid-19. Pero también hongos y bacterias cuya presencia en el cerebro se ha asociado con la enfermedad.
Entre los primeros se encuentra el culpable de la candidiasis, Candida albicans; entre las segundas, bacterias digestivas y orales como Porphyromonas gingivalis, la causante de la periodontitis o enfermedad de las encías.
La penetración del componente infeccioso en la doctrina actual del alzhéimer parece cada vez más profunda y aceptada. En palabras de Heneka, "es una hipótesis interesante que merece más estudios". Pero muchos investigadores aguardan evidencias más completas. El dibujo general aún necesita más definición para situar cada pieza en su lugar.
Por ejemplo, la proteína beta amiloide mata bacterias: ¿son las placas y los ovillos una defensa del cerebro contra la infección que termina cronificándose, autoamplificándose y haciendo más mal que bien? Esta hipótesis de la protección antimicrobiana es una de las últimas ideas lanzadas al campo de batalla contra uno de los mayores desafíos científico médicos de nuestro tiempo.