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A finales de 2017 saldrá a la venta una edición especial del Disco Dorado, el mensaje políglota enviado con las sondas Voyager para seres de otros mundos. De ese modo habrán sido los oídos terrícolas los primeros en escuchar los sonidos compilados por Carl Sagan hace 40 años. La próxima transmisión de un saludo similar en la misión New Horizons plantea una pregunta: ¿sus verdaderos destinatarios somos nosotros mismos?
Si elegir los diez discos que llevarse a una isla desierta se antoja peliagudo, no digamos lo que implica seleccionar una muestra de nuestro planeta sonoro para oídos alienígenas. Tal fue el desafío que Carl Sagan y su equipo se fijaron a mediados de los 70. La NASA había aceptado su propuesta de colocar dicha selección a bordo de las sondas espaciales Voyager, cuyo despegue estaba previsto para septiembre de 1977.
Como no disponía de traductor universal, Sagan partió “del único lenguaje que compartimos con los destinatarios, la ciencia”, y compuso un mensaje con dibujos de un hombre y una mujer desnudos, esquemas del sistema solar y de la trayectoria de la Pioneer; y un mapa de 14 púlsares con la posición de la Tierra en la Vía Láctea, acompañado de un diagrama de la molécula de hidrógeno con la clave del código binario necesario para descifrarlo.
La misiva dio mucho que hablar. Hubo quien acusó a los autores de mojigatos por suprimir los genitales externos de la mujer; otros les tacharon de etnocéntricos por dibujar individuos caucásicos; y alguno se alarmó de que revelaran nuestras coordenadas a alienígenas hostiles, un temor compartido por Stephen Hawking. También se cuestionó que sus destinatarios posean órganos visuales en la misma frecuencia de onda que los nuestros.
Sagan reconoció que el valor del mensaje no pasaba tanto por lo que pudieran entender sus receptores, sino porque “nos estimula a considerarnos a nosotros mismos desde una perspectiva cósmica”, escribió.
En cualquier caso, corrieron ríos de tinta gracias al escándalo causado por los periódicos que censuraron los pezones de la mujer y los genitales del varón. A la vista de la repercusión, la agencia espacial se mostró encantada de repetir la jugada con las Voyager.
¿Qué poner en la nueva botella que se arrojaría al océano cósmico? Dado que el mensaje anterior había sido visual, esta vez podría incorporar componentes sonoros.
Carl Sagan
Dicho y hecho. Sagan reclutó a varios compatriotas: el astrónomo Frank Drake, los periodistas científicos Ann Druyan y Timothy Ferris, el musicólogo Alan Lomax, el ilustrador Jon Lomberg y la artista Linda Salzman, casada con Sagan. Quisieron incluir a John Lennon, pero él se limitó a recomendar a su ingeniero de sonido, Jimmy Lovine.
De soporte escogieron un par de discos fonográficos de cobre en los que grabarían en formato analógico sonidos naturales, piezas musicales y saludos en 55 idiomas. Y de remate, sendos votos de paz y amistad del presidente de EE UU James Carter y el secretario general de las Naciones Unidas, Kurt Waldheim, en sintonía con el espíritu de la Federación Unida de Planetas de Star Trek.
Las 115 imágenes elegidas comprenden fotografías y esquemas científicos, de naturaleza y de la especie humana. Esta vez la NASA sustituyó el desnudo frontal de la pareja por siluetas.
En cuanto a los sonidos, se compendiaron erupciones volcánicas, oleajes, cantos de pájaros y ballenas; ruidos artificiales como la sirena de un barco o el despegue de un cohete; y sonidos humanos como risas, llantos y latidos.
Y, por supuesto, música. “Sagan pensó que su codificación encierra una gran belleza que la sitúa entre las mejores creaciones humanas”, explica a Sinc Miguel Hess, investigador del Centro de Astrobiología.
En estos ‘40 Principales para alienígenas’ figuran Johnny B. Goode de Chuck Berry, flautistas de la Melanesia, el aria de la Reina de la Noche de Mozart, un canto iniciático pigmeo, un concierto de Bach, un raga de la India, un blues de Louis Armstrong, un son jarocho mejicano... Here comes the Sun de los Beatles no entró porque la discográfica se opuso; ni ninguna tonada ibérica.
En la superficie de los discos se repitieron el diagrama de la molécula de hidrógeno y el mapa de púlsares de la Pioneer. Bañados en oro y enfundados en aluminio, los soportes construidos para durar mil millones de años fueron introducidos en las sondas y expedidos al infinito.
No hubo escándalos. La música amansa a las fieras.
En los años 70, parecía normal dar por sentado que en los astros abundan civilizaciones avanzadas capaces de entender nuestros saludos. A esa certeza se había llegado como resultado de especulaciones nacidas en la Antigüedad y afianzadas en la Edad Moderna al calor del progreso de la astronomía.
Durante un par de siglos, las expectativas se cifraban en la Luna, pero, a medida que los telescopios confirmaban que nuestro satélite es un erial deshabitado, se desplazaron a Marte y Venus; y a finales de los años 60, cuando las sondas Mariner desmontaron el espejismo de los canales marcianos, se proyectaron fuera del sistema solar.
En ese punto crítico saltó al ruedo Drake, el compinche de Sagan. Su cálculo del número de civilizaciones en la Vía Láctea capaces de realizar emisiones de radio detectables dio pie al optimismo. Su ecuación recibió críticas, pero aportó el empaque científico necesario para justificar proyectos de investigación y los saludos de la NASA a ET.
A esas lucubraciones se opuso la hipótesis de la Tierra Rara del geólogo Peter Ward. Sostiene que la vida es el producto final de procesos complejísimos y aleatorios, por lo que las posibilidades de que haya surgido también fuera de nuestro planeta son ínfimas. En pocas palabras: estamos más solos que la una.
Pese a todo, Hess mantiene esperanzas: “La posibilidad de que el Disco Dorado se tope con seres inteligentes es remota, pero no nula. El pequeño resquicio justifica el intento”.
Todas las tentativas de contacto con extraterrestres han estado teñidas de antropocentrismo. En agosto de 1924, aprovechando la cercanía de Marte, se organizaron en EE UU escuchas radiofónicas contando con que sus habitantes tuvieran emisores y utilizaran el código Morse. En los años 60, la sospecha de que los extraterrestres podrían estar transmitiendo en ondas electromagnéticas puso en marcha las barridas del espectro que continúan hasta hoy, sin resultado alguno.
Con el Disco Dorado ocurre algo parecido: sus creadores suponían que quienes lo intercepten dispondrán de reproductores adecuados y de una capacidad auditiva similar a la nuestra. Por si acaso, Sagan y compañía incluyeron tres composiciones de Bach y dos de Beethoven, apostando por que sus estructuras simétricas resulten comprensibles a seres entendidos en el ‘lenguaje universal’ de las matemáticas.
A ello se sumaba una vehemente creencia en el poder de la música, en la que veían un instrumento de paz y fraternidad. Un eco de esas conjeturas resuena en la frase de cinco notas que facilita la interacción con el plato volador en Encuentros en la Tercera Fase: Spielberg, como Sagan, confiaba en que sus tripulantes compartieran la pasión sonora de los humanos, aunque, como apunta Hess, “no es nada seguro que los extraterrestres obtengan de ella el mismo placer que nosotros”.
De las dificultades de tales intercambios nos alertan otras obras de ciencia ficción: primero Solaris y, últimamente, La Llegada, cuya heroína, una lingüista, debe desentrañar el lenguaje de los visitantes de las estrellas.
“En un hipotético encuentro con una civilización ajena a nuestros parámetros, la comunicación sería imposible sin códigos comunes”, asegura a Sinc Jorge Lozano, catedrático de Teoría de la Información de la Universidad Complutense de Madrid. “Se entablaría una comunicación muy rudimentaria que permite saber al menos que hay dos interlocutores, ‘Yo’ y el ‘Otro’; una comprensión susceptible de aumentar por aproximaciones sucesivas”. Y agrega: “Si en esas condiciones no nos entendiéramos bien no sería dramático: la comunicación humana funciona a base de malentendidos y sin embargo seguimos interactuando”.
El interés por dialogar con los extraterrestres no decae pese a la falta de respuesta. Para Lozano, esto prueba el calado de cierta visión utópica de la comunicación: “En la era de las redes, el bienestar social y la felicidad personal no se conciben desligados de la circulación ilimitada de la información”.
Según el semiólogo, “el esfuerzo por mantener los canales abiertos se nos impone y nos dicta el impulso por hacer contacto y comunicar a toda costa. Importa menos lo que se transmite que el hecho de la conexión”.
Que no haya forma de prever cómo recibirán los extraterrestres el mensaje de las Voyager no nos impide interpretarlo y ver reflejada en el Disco Dorado la fe en la comunicación sin fronteras de la aldea global.
El año pasado, la track list de las cintas magnetofónicas originales del Disco Dorado fue editada en EE UU en un lote de tres LP de vinilo gracias al millón de dólares reunido por crowdfunding. Su buena acogida ha decidido a Ozma Records a lanzar para esta navidad una segunda edición más lujosa. El cofre, que incluye un libro ilustrado, se vende a un precio al alcance de bolsillos terrícolas: 98 dólares (unos 83 euros).
Uno de los responsables de la reedición del Disco Dorado, David Pescovitz, admite que es un “regalo de la humanidad a sí misma”. Pese a la ficción del interlocutor alienígena, se abre paso la intuición de que, al final de cuentas, todo se reduce a decirnos a nosotros mismos: “¿Estáis allí? Sigamos comunicándonos”.
Tras cuatro décadas de viaje, la Voyager y el Disco Dorado han alcanzado los confines del sistema solar. “Tardarán unos 40.000 años en arribar a la estrella más cercana”, calcula Hess.
El aniversario del lanzamiento ha motivado una nueva iniciativa de Jon Lomborg, quien diseñó el Disco Dorado. Su Proyecto One Earth Message pretende despachar un nuevo mensaje por medio de la sonda New Horizons. Versará sobre las imágenes, sonidos, software y otros materiales que mejor describan a la humanidad contemporánea, presentadas por personas de todo el mundo a través de internet. Las propuestas más apoyadas serán digitalizadas y transmitidas en el año 2020 por las antenas de la Red de Espacio Profundo al disco duro del vehículo, abocado a abandonar nuestro sistema planetario.