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Una reciente investigación, realizada en Barcelona en personas sanas, constata por primera vez la influencia de ciertos contaminantes del medio ambiente en el riesgo de contagio por SARS-CoV-2. El hallazgo podría explicar en parte la variabilidad clínica. Los expertos abogan por reducir el uso en la producción y en la gestión de estas sustancias.
Tras casi tres años de pandemia, uno de los mayores desafíos que sigue planteando la covid es la amplia variabilidad en la respuesta inmunológica y clínica que diferentes personas presentan ante la infección por el SARS-CoV-2, virus causante de la enfermedad. ¿Por qué mientras algunas no tienen síntomas, otras acaban en cuidados intensivos o incluso fallecen? No existe una respuesta única y la concomitancia de otras enfermedades o el estilo y las condiciones de vida y del entorno, incluidos el tabaquismo y la polución, ya se habían considerado factores de riesgo de susceptibilidad y gravedad.
Ahora, un grupo de investigadores españoles vinculados, entre otros, al Instituto Hospital del Mar de Investigaciones Médicas (IMIM), el ISGlobal y los CIBER de Epidemiología y Salud Pública (CIBERESP), de Obesidad y Nutrición (CIBEROBN) y de Enfermedades Infecciosas (CIBERINFEC), acaba de describir por primera vez la influencia de las concentraciones sanguíneas de varios contaminantes orgánicos persistentes (COP) y elementos inorgánicos presentes en personas sanas sobre el riesgo posterior de infectarse por SARS-CoV-2 y desarrollar covid.
Su trabajo, realizado en individuos que habían participado en la periódica Encuesta de Salud de Barcelona y publicado en Environmental Research, constata esa asociación para ciertos compuestos químicos y lleva a creer a sus autores que la presencia diferencial de estos tóxicos puede explicar, en parte, la heterogeneidad de respuesta a la infección.
Hemos escuchado a mucha gente decir: ‘vivíamos juntos y él sí se ha infectado, pero yo no’. Este es el punto de partida, ¿por qué ocurre esto?
“Hemos escuchado a mucha gente decir: ‘vivíamos juntos y él sí se ha infectado, pero yo no’. Este es el punto de partida, ¿por qué ocurre esto?”, aclara en conversación telefónica a SINC Miquel Porta, primer firmante de la publicación y coordinador de la unidad de epidemiología clínica y molecular del cáncer del IMIM. “Que los contaminantes podían contribuir era una hipótesis obvia para nosotros y, sin embargo, apenas se le ha prestado atención”, subraya el científico.
Este especialista y sus colegas midieron las concentraciones de contaminantes presentes antes (2016-2017) y durante (2020-2021) la pandemia en muestras de la nariz y de sangre de 157 personas. A continuación, las analizaron teniendo en cuenta sus hábitos y condiciones de vida, a través de una entrevista personal, y las infecciones por SARS-CoV-2 y el desarrollo de covid, constatados mediante un cuestionario sobre síntomas y PCR o serología.
Como recalca Porta, aunque ya existían estudios que medían tóxicos en personas enfermas de covid, su novedad radica en disponer de muestras previas de población sana, lo que ha permitido dibujar por primera vez una línea temporal en su riesgo de infectarse y enfermar, en función de la presencia de contaminantes. “Esta secuencia temporal clara de cuatro años de diferencia es clave para establecer causalidad”, observa el experto.
Según sus resultados, de las 112 sustancias químicas analizadas, incluidos varios COP de amplia distribución, así como el arsénico, el cadmio, el mercurio y el zinc, la mayoría no se asociaron con la infección por SARS-CoV-2 ni el desarrollo de covid, algo “tranquilizador”, para este especialista.
Es muy impactante que hayamos detectado mezclas de hasta cinco compuestos en algunas personas, cada uno de los cuales influye en estos riesgos
Por otro lado, la presencia de DDE y DDD (derivados ambos del insecticida DDT, prohibido hace décadas en España) o de plomo, talio (raticida e insecticida), rutenio (utilizado en circuitos eléctricos), tántalo (componente de dispositivos electrónicos compactos, como los teléfonos móviles), manganeso (usado en la gasolina, las baterías y la producción de acero) y benzofluoranteno (hidrocarburo aromático originado por la quema incompleta de combustibles fósiles) sí se asoció con un mayor riesgo de desarrollar covid.
Por su parte, el talio, el rutenio, el plomo y el oro incrementaron el riesgo de infección por SARS-CoV-2 mientras que, por contra, los niveles de hierro y selenio actuaron al revés, de forma protectora frente a la infección. Es decir, resultó más fácil que se infectaran las personas que los tenían bajos.
“También es muy impactante que hayamos detectado mezclas de hasta cinco compuestos en algunas personas, cada uno de los cuales influye en estos riesgos”, destaca Porta. Aunque es habitual, añade, estimar los efectos de cada uno por separado, “hay muy pocos estudios que analicen los efectos conjuntos de varios de ellos”.
Como explicaban dos investigadores del Laboratorio de Toxicología y Salud Medioambiental (LTSM) de la Universidad Rovira i Virgili (URV) en una revisión científica sobre los efectos de diversas sustancias químicas en la covid publicada en 2021, muchos metales o metaloides desempeñan un papel esencial en numerosos procesos biológicos. Pero, mientras oligoelementos como el cobalto, el hierro, el zinc, el manganeso o el cobre son esenciales para el ser humano, otros elementos (arsénico, plomo, cadmio, mercurio) son tóxicos a determinados niveles y aumentan el riesgo de cáncer, enfermedades neurológicas, respiratorias o de la piel.
La exposición a contaminantes atmosféricos en general y a metales o metaloides tóxicos en particular, debe evitarse para reducir las posibilidades de infecciones víricas
“La exposición a contaminantes atmosféricos en general y a metales o metaloides tóxicos en particular, debe evitarse en la medida de lo posible para reducir las posibilidades de infecciones víricas, incluido el SARS-CoV-2”, concluyen.
De hecho, la exposición a metales tóxicos como factor de riesgo de padecer y agravar la covid y otras infecciones respiratorias, como la gripe y el virus respiratorio sincitial, ya había sido descrita. “La exposición a arsénico, cadmio, mercurio y plomo está asociada a disfunciones y enfermedades respiratorias (EPOC, bronquitis)”, señalaban expertos internacionales en otra revisión publicada en 2020.
Según esa revisión, estas sustancias tienen efectos tóxicos sobre el sistema inmunitario, así como capacidad para deteriorar e inflamar las vías respiratorias y para favorecer el estrés oxidativo y la apoptosis o muerte programada de las células. “La reducción de la exposición a metales tóxicos puede considerarse una herramienta potencial para reducir la susceptibilidad y la gravedad de las enfermedades víricas que afectan al sistema respiratorio, incluida la covid-19”, zanjaban sus autores.
Entender cómo nos contaminamos y con qué, teniendo en cuenta la creciente aparición de nuevos tóxicos ambientales, no es tarea fácil. Puede darse a través de lo que comemos o bebemos, por el aire que respiramos o mediante los objetos y sustancias que tocamos en nuestra vida cotidiana, así como por exposición en nuestro entorno laboral.
En muchos casos, como describe Porta, se trata de compuestos químicos cuyo uso se ha multiplicado en los últimos años y que se empiezan a medir en la actualidad, como sucede con las llamadas tierras raras, habituales en la elaboración de dispositivos electrónicos o utilizadas como aditivos en el pienso de los animales. “Es un poco inquietante y es bastante reciente su detección en la especie humana a la escala en la que lo estamos viendo”, subraya este referente en la investigación sobre tóxicos ambientales.
De esta forma y frente a, por ejemplo, los metabolitos del plaguicida DDT citados (DDE y DDD), cuya presencia se sabe debida a la ingesta de alimentos grasos contaminados —dada su afinidad por disolverse en los lípidos— o la contaminación por benzofluoranteno, derivada de la combustión incompleta de materia orgánica, como la gasolina o el carbón, “hay muy pocos estudios que hayan cuantificado las fuentes de exposición de los humanos a las sustancias más nuevas que detectamos”, advierte el experto.
Esta complejidad dificulta, asimismo, establecer medidas que eviten contaminarnos, como explica María Neira, directora de Salud Pública y Medio Ambiente de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que atiende a SINC por teléfono desde su sede en Ginebra. Neira considera que el trabajo liderado por Porta “aporta un enfoque interesante”, si bien cree que “falta mucho para saber si hay una asociación causal o no”.
Desde una perspectiva global, esta médica asturiana se pregunta por qué tenemos esas concentraciones de COP en nuestra sangre. “Deberíamos de evitar la exposición, venga de donde venga”, reclama. Para ello, detalla, “primero tendríamos que reducir el uso en la producción y en la gestión de estos contaminantes, metales pesados, sobre todo, y que no entraran ni en nuestra dieta, ni en el aire que respiramos, ni en el agua que bebemos”.
Como expone esta doctora, “estamos trabajando en la salud ambiental para reducir la presencia de arsénico, cadmio, mercurio, zinc o amianto, que representan un problema para la salud humana”, lo que ejemplifica recordando el Convenio de Minamata sobre el Mercurio, en vigor desde 2017. A escala global, este acuerdo internacional ha ayudado a reducir su uso en, por ejemplo, dispositivos médicos como los termómetros o los esfingomanómetros que miden la tensión arterial. “También hay iniciativas para eliminarlo en cosméticos que todavía se usan en algunos países para blanquear la piel”, añade Neira.
En otros casos, es la negociación país a país la que está siendo determinante. Por ejemplo, en lo concerniente al plomo y su eliminación de la gasolina —retirada ya en casi todo el mundo— o de la pintura, que aún persiste en algunos países, como los de Oriente Próximo. Como destaca Neira, el abordaje pasa “sobre todo por encontrar alternativas a muchos de estos metales pesados y de sensibilizar sobre su presencia y el impacto que tienen en la salud humana.” Pero pese a todos los avances, quedan muchos esfuerzos que hacer, insiste.
Respecto a la contaminación del aire, Neira afirma: “Todas estas partículas en suspensión que terminan en nuestra sangre, incluyen ahora los microplásticos”, en referencia a su constatación por primera vez en nuestros bronquios efectuada el año pasado por investigadores del Hospital General Universitario de Elche y las universidades Politécnica de Cartagena y Autónoma de Madrid. “Hay que ir a la fuente y evitar que estas sustancias lleguen por vía alguna a los seres humanos”, concluye Neira.
Porta coincide con la responsable de la OMS en que no podemos sentarnos en los laureles y cita los “límites planetarios”. Acuñado en 2009 por Johan Rockström, ex director del Stockholm Resilience Centre, este concepto define las fronteras que la humanidad no debiera traspasar sin aumentar el riesgo de generar cambios ambientales irreversibles a gran escala. En ese sentido, hace justo un año que un equipo internacional de expertos llamaba a la acción en Science porque ya hemos sobrepasado el límite planetario de plásticos y otros contaminantes ambientales.