Aplacar el dolor aún depende de fármacos que apenas han progresado desde los remedios tradicionales, y algunos de ellos, como los opioides, causan serios problemas de adicción. Esto afecta especialmente a las personas que padecen dolor crónico, un mal invisible e incomprendido. Hoy los hallazgos recientes guían el desarrollo de nuevos tratamientos.
Rechazamos el dolor porque nos hace sufrir. Pero al igual que otras respuestas de nuestro organismo, como la fiebre o la inflamación, se trata de un mecanismo que cumple una función útil; es una alarma que salta para alertarnos de un ataque.
Sin embargo, una alarma que salta sin motivo o que no se apaga se convierte en un problema. Este es el caso del dolor crónico, que persiste más allá del daño. La ciencia aporta nuevas pistas de cara a aliviar una tortura que, para mayor agravio, a veces se topa con la incomprensión del entorno social.
La misión beneficiosa del dolor queda patente a través de quienes no pueden experimentarlo. La insensibilidad congénita al dolor —o analgesia congénita— es un término que agrupa varias enfermedades hereditarias causadas por mutaciones que afectan a los nociceptores, las neuronas detectoras del daño. Las personas afectadas suelen sufrir graves problemas por infecciones, fracturas, heridas o quemaduras, al ser incapaces de sentirlas.
Pero frente a la rara condición de quienes no saben qué es el dolor, son infinitamente más numerosos quienes no pueden librarse de él: hasta uno de cada cuatro adultos, aunque las estimaciones abarcan una amplia horquilla.
A diferencia del dolor agudo, el crónico no cesa cuando desaparece su causa. Suele hablarse de aquel que persiste durante al menos tres meses, o que se asocia a enfermedades crónicas como la artritis. Estas dolencias, junto con daños en los tejidos o en los nervios, se cuentan entre las múltiples causas del dolor crónico.
Las personas afectadas por dolor crónico, que mayoritariamente son mujeres, sufren un deterioro de su calidad de vida y de su salud mental, con una abundancia de depresiones, déficits de sueño o fatiga. El problema se agrava cuando este padecimiento invisible, sin signos externos que lo delaten, es desdeñado e incluso estigmatizado por el entorno social de quien lo sufre. Aún peor, en no pocas ocasiones la incredulidad y la incomprensión proceden de los propios profesionales sanitarios que tratan a los pacientes.
Mientras, las opciones de tratamiento están limitadas por lo mucho que aún se desconoce. Es frecuente el consumo de opioides como la morfina o el fentanilo, cuyo abuso ha causado una crisis de salud pública, más notoria en EE UU, pero que afecta también a Europa.
Incluso en España, el consumo de estos fármacos ha aumentado en más de un 100 % en una década. Se intenta ayudar a los pacientes con terapias no farmacológicas, ya sean físicas o cognitivas. Pero los tratamientos no curan las causas del dolor; solo lo enmascaran.
En palabras del cirujano e investigador del dolor crónico Robert Caudle, de la Universidad de Florida, “a diferencia de los tratamientos para la diabetes, el cáncer o la enfermedad cardíaca, las terapias para el dolor no han mejorado realmente en cientos de años”. Caudle comenta que analgésicos como el ibuprofeno o la aspirina “son solo versiones modernas de masticar corteza de sauce”, un remedio antiguo, como también lo es el opio.
A diferencia de los tratamientos para la diabetes, el cáncer o la enfermedad cardíaca, las terapias para el dolor no han mejorado realmente en cientos de años
Para diseñar los nuevos tratamientos del siglo XXI, mejor dirigidos y más específicos, es preciso conocer con más detalle las raíces y los mecanismos del dolor crónico. Es el caso de un trabajo de la Universidad Hebrea de Jerusalén que ofrece nuevos datos sobre una vía prometedora: nuestros propios sistemas internos naturales para calmar el dolor, y cómo activarlos si fallan.
No todos tenemos la misma experiencia ni umbral del dolor. En la Segunda Guerra Mundial, el anestesiólogo estadounidense Henry Beecher, destinado en Italia, observó que los soldados con graves traumatismos necesitaban menos analgésicos que los civiles en tiempo de paz; una inyección de solución salina era un placebo más eficaz en el campo de batalla que en la vida civil. Esta dependencia del contexto le llevó a proponer que el significado de las heridas en la guerra, la vuelta a casa, activaba en los soldados un control propio del dolor.
Beecher acertó. Se han desvelado regiones del sistema nervioso y sustancias opioides propias, como las encefalinas, que participan en este poder analgésico que llevamos instalado de serie.
El descubrimiento de estos mecanismos llevó a los investigadores a proponer que el dolor crónico podía corresponderse con un mal funcionamiento de estas capacidades. El nuevo estudio, publicado en Science Advances, viene a confirmar esta idea: en los ratones, el dolor crónico se asocia al fallo de un sistema que se encarga de calmar el dolor agudo.
Este mecanismo se sitúa en una pequeña región del tronco encefálico —la conexión del cerebro con la médula espinal— que recibe señales de dolor de los nociceptores para enviarlas al cerebro. En el dolor agudo, estas neuronas cuentan con un mecanismo que apaga la alarma para devolverlas a su estado normal, y que está operado por corrientes de potasio denominadas de tipo A, o IA.
El trasiego de ciertos iones entre el interior y el exterior de las neuronas es clave para la transmisión del impulso nervioso en sus múltiples funciones. En el dolor crónico, el freno controlado por las corrientes de potasio IA no se activa y las neuronas siguen hiperactivas, transmitiendo mensajes al cerebro de forma continua.
El neurobiólogo Alexander Binshtok, que ha dirigido el estudio, subraya que las mismas neuronas se comportan de forma distinta en el dolor agudo y en el crónico, y apunta a la posibilidad de restaurar o simular este sistema que falla en el segundo. Según cuenta a SINC, “el siguiente paso lógico en nuestro trabajo es identificar los mecanismos sinápticos y moleculares, así como las cascadas intracelulares que modulan la corriente IA”.
Primero habría que desentrañar los mecanismos que producen el fenómeno que reportamos, y entonces podríamos empezar a poner sobre la mesa potenciales nuevas terapias
“Primero habría que desentrañar los mecanismos que producen el fenómeno que reportamos, y entonces podríamos empezar a poner sobre la mesa potenciales nuevas terapias”, añade a SINC el coautor del estudio Enrique Velasco, del Laboratorio de Investigación en Canales Iónicos de la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica).
Para Caudle, que no ha participado en el estudio, el trabajo de Binshtok, Velasco y sus colaboradores es “un excelente ejemplo de cómo el procesamiento del dolor se está separando en sus diferentes componentes”, dice a SINC. El investigador destaca que estos resultados “no habrían sido posibles hace solo unos años porque las herramientas que usan y el conocimiento de cómo usarlas aún no existían”. Todo ello viene propiciado por un aumento en la financiación de la investigación sobre el dolor que ha facilitado grandes avances.
Entre ellos, Caudle resalta el descubrimiento de que los nociceptores utilizan clases específicas de canales de sodio que no actúan en otros tipos de neuronas. Este hallazgo ha servido para desarrollar la suzetrigina, el primer analgésico no opioide aprobado en EE UU en 25 años —aún no en Europa— que modula uno de estos canales llamado Nav1.8. Un segundo fármaco dirigido a otro canal, Nav1.7, se acerca a los ensayos clínicos, y otro compuesto que actúa en el canal Trpv1, la resiniferatoxina, aguarda su aprobación en EE UU para el dolor del cáncer, la artritis y otros.
Por primera vez en la historia humana dejaremos de masticar corteza de sauce y de fumar opio para tratar el dolor
A esto se une el papel en las migrañas de una molécula neuronal llamada CGRP, lo que ha permitido crear nuevos medicamentos contra estos dolorosos episodios. Y en el horizonte se perfilan vías que apenas empiezan a explorarse, pero que para Caudle tendrán un impacto significativo: la implicación del microbioma, sobre todo el intestinal, y del sistema inmunitario.
De estas investigaciones, Caudle confía en que se obtengan terapias “en un futuro no distante”. Gracias a todo ello, concluye, “por primera vez en la historia humana dejaremos de masticar corteza de sauce y de fumar opio para tratar el dolor”.