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Los biólogos llevan años deseando reescribir a su gusto el mensaje genético del ADN, pero las herramientas disponibles hasta hace poco eran caras y farragosas. Ahora, unas tijeras llamadas CRISPR/Cas9 permiten hacerlo de forma tan sencilla que prometen revolucionar la terapia génica. Hay quienes ya han probado a rediseñar embriones humanos a la carta. La nueva técnica no está exenta de riesgos, tanto técnicos como éticos.
Quienes escriben suelen confesar que pasan casi más tiempo corrigiendo sus obras que escribiéndolas. Que ese es el momento crucial y singular.
Los biólogos admiran el ADN, un libro de instrucciones de aparente sencillez e infinita complejidad. No escribieron nada de él, pero sueñan con editarlo. Ellos también querían su momento singular. Y, posiblemente, acaba de llegar.
La herramienta que puede cambiarlo todo se llama –por ahora– CRISPR/Cas9, y estaba a la vuelta de la esquina, inmersa en muchas de las bacterias que nos rodean. Son unas tijeras de ADN, guiadas por secuencias-lazarillo, que cargan con casi todas las promesas imaginables: mejorar el estudio de enfermedades, tratar directamente el cáncer o el sida, reflotar la terapia génica, mejorar los cultivos transgénicos o diseñar bebés a la carta.
Pero las oportunidades engendran conflictos. Uno tiene que ver con la seguridad: todavía no conocemos la verdadera precisión de la técnica. Otro tiene que ver con la ética: los debates sobre la clonación humana o el uso de células madre se antojan pequeños al lado del potencial de la nueva herramienta.
Son tantas las posibilidades y las inmensas preguntas que plantea la nueva edición del genoma, que la revista Science acaba de otorgarle a estas tijeras moleculares el título del avance científico más importante de 2015.
En el año 1987, mientras científicos japoneses estudiaban rutinariamente un gen en una de las bacterias más comunes, advirtieron en su ADN secuencias nunca antes vistas. Estaban formadas por repeticiones de letras separadas por fragmentos únicos, encajados. Cuando publicaron sus resultados, humildemente declararon que desconocían su significado biológico.
Esas secuencias eran lo que ahora se conoce, con un acrónimo cercano a la onomatopeya, como CRISPR (siglas en inglés de “repeticiones cortas agrupadas regularmente y separadas en forma de palíndromos”). Apenas se les dio importancia hasta que, en 2005, el alicantino Francisco Mojica empezó a extender una hipótesis pionera y radical: que esas secuencias tenían algo que ver con el sistema de defensa bacteriano. Poco después se comprobó su verdadera función: son autovacunas microbianas.
Cuando las bacterias entran en contacto con un virus, introducen parte de su información entre las repeticiones, como una memoria de la infección. Esa información servirá luego de guía a la segunda parte del sistema, las proteínas Cas. Ante la reaparición del virus, las tijeras moleculares Cas se dirigirán a las secuencias víricas, cortarán su ADN y lo destruirán.
Se tardaron veinte años en conocer la función de las misteriosas secuencias, pero el hito decisivo se produjo en 2012, cuando los equipos de las científicas Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier comunicaron que habían desarrollado un sistema para guiar a Cas9, las tijeras de la bacteria Streptococcus pyogenes, a casi cualquier lugar del ADN. El lazarillo era una pequeña secuencia de ARN.
Después del tijeretazo al ADN, se puede inactivar un gen, modificarlo para introducir o corregir una mutación, regularlo para activarlo o reprimirlo; incluso se puede iluminar. Habían abierto las puertas de la revolución. No en vano por ello recibieron, entre otros premios, el Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica en 2015. Si el ADN es el libro de la vida, CRISPR es la piedra Rosetta para entenderlo y corregirlo.
Antes de CRISPR, se dedicaban tesis doctorales enteras a alterar un solo gen. Se usaban sistemas donde las guías no eran ARN, sino proteínas que había que diseñar teniendo en cuenta que solo reconocían una región concreta del ADN. Modificar una parte del genoma implicaba una obra de ingeniería particular. “Ahora basta con escribir las veinte letras de un ARN”, asegura a Sinc Sandra Rodríguez Perales, del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), en Madrid. “Además, todas las herramientas y secuencias nuevas se depositan en un repositorio llamado Addgene”.
Lo que antaño podía costar unos 5.000 euros y solo servía para unas pocas regiones ahora es casi ubicuo y “se consigue por 60 euros. Eso ha permitido su enorme expansión. Todos los laboratorios del mundo se están pasando al CRISPR”.
Unos meses después del artículo de Doudna y Charpentier, seis trabajos ampliaban su logro. El sistema permitía modificar los genomas de células humanas, plantas, embriones de peces y, por supuesto, bacterias. Y no solo valía en células de laboratorio, también en animales.
Científicos de Boston consiguieron corregir una enfermedad metabólica llamada tirosinemia en ratones ya adultos. Otros, también en ratones, modificaron un gen que causa cataratas. En este caso lo hicieron directamente sobre el zigoto, el momento en el que somos una sola célula. Incluso se han modificado ya embriones de monos. Y, por supuesto, se ha convertido en la gran esperanza de los cultivos transgénicos, ya que su teórica precisión disminuiría los fallos que las técnicas más antiguas asumían.
Hasta ahora la terapia génica corregía genes defectuosos usando virus que metían el gen correcto dentro del ADN. El problema era que no había manera de dirigirlos: entraban por cualquier sitio del genoma y, según donde lo hicieran, podían dar lugar a daños peligrosos. CRISPR no necesita inmiscuirse en el ADN, lo que aumenta mucho la seguridad. Mucho, pero no del todo: ahí está el quid de la cuestión.
El sistema permite estudiar enfermedades que antes apenas podían calibrarse, y generar modelos de laboratorio hasta hace poco inaccesibles. Podría usarse directamente en el tratamiento del cáncer, “para inhabilitar oncogenes”, comenta Rodríguez, o para diseñar a la carta células que destruyan a las tumorales, abriendo las puertas a nuevas formas de inmunoterapia.
Las posibilidades son infinitas: el estudio de fármacos mediante bibliotecas inmensas de mutaciones; la lucha contra el sida, dada su teórica capacidad de detectar el virus y eliminarlo; o la posibilidad de alterar ecosistemas introduciendo en mosquitos cambios que les impidan transmitir enfermedades. Imaginen y posiblemente acertarán.
Ahora bien, no es completamente preciso. Los principales obstáculos son los efectos off-target, inespecíficos. Según los experimentos, entre el 0,1% y el 60% de las células sufren alguna alteración en regiones indeseadas. En su mayor parte son cambios inofensivos, pero el riesgo existe. “Al ser una herramienta tan potente ha ido todo muy rápido. En investigación es ya una revolución, pero para aplicarlo en terapias clínicas aún se necesita tiempo”, asegura Rodríguez Perales.
Los mayores problemas técnicos vienen de que el ARN guía no es absolutamente específico para la secuencia deseada. “Por eso ahora se investiga qué letras son las más importantes”, comenta la investigadora. También se trabaja en hacer llegar las tijeras de forma más eficiente a los lugares escogidos. A la hora de modificar embriones, surge otro peligro: si la herramienta no es completamente eficaz, puede dar lugar a individuos quimeras, con parte de sus células modificadas y parte no.
Emmanuelle Charpentier (i) y Jennifer Doudna (d) tras recibir de manos del rey Felipe VI el Premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica 2015
Luego están, claro, los problemas éticos. Si tantas alarmas saltaron ante la posibilidad de clonar individuos, o incluso del mero uso de células embrionarias, qué no se puede plantear ante la oportunidad de reescribir intencionadamente un nuevo genoma.
El debate es necesario y debe hacerse rápido. ¿Por qué la prisa? Por ejemplo, porque científicos chinos ya han probado a modificar embriones humanos. Aunque usaron embriones no viables, confirmaron que la posibilidad está abierta y no exenta de problemas: los efectos off-target fueron mayores de lo esperado.
Tras ese experimento, muchos científicos a los que se les pide su opinión lo tienen ya claro: la cuestión no es si nacerá un niño CRISPR o no. La pregunta es dónde y cuándo sucederá.
–¿Hasta qué punto cree que la modificación de embriones es inevitable?
–Es inevitable y se llevará a cabo en algún lugar, dado que no es ilegal en muchos países. Pero es difícil predecir cuándo será o para qué propósito.
Así contestaba Robin Lovell-Badge, investigador en el Instituto Francis Crick de Londres, cuando le preguntaban desde la revista Nature Biotechnology. A la pregunta de dónde será, las apuestas giran en torno a China, India o Japón. Tetsuya Ishii, un experto en bioética japonés, ha estudiado la legislación al respecto en 39 países.
La mayor parte tienen prohibiciones, pero existen grietas. Mientras que Alemania o Inglaterra parecen bastante estrictos, en los Estados Unidos sería necesario que fuera aprobado previamente, y nadie lo ha solicitado aún. Argentina o Rusia son más ambiguos, pero la puerta se abre en Oriente. Allí solo existen recomendaciones no vinculantes. Además, “tienen los mayores números de clínicas de fertilidad en el mundo”.
–¿Hasta qué punto cree que la modificación de embriones es inevitable?
–La pregunta es cuándo sucederá, no si sucederá. Nuestra especie no se detendrá ante nada a la hora de intentar mejorar rasgos que considera positivos y de eliminar enfermedades o rasgos que considere negativos en su descendencia.
Así contestaba a la misma pregunta el siempre contundente Craig Venter, uno de los impulsores privados del proyecto Genoma Humano. La decisión no implica solo la prevención de enfermedades hereditarias vinculadas a un único gen.
También incluiría la posibilidad de alterar múltiples genes para reducir el riesgo de alzhéimer o diabetes; incluso la de modificar la altura, la apariencia y la inteligencia. Y podría dar lugar, en última instancia, a una selección genética basada en la economía, a un clasismo genético con ventajas solo accesibles para aquellos que se lo pudieran permitir.
El profesor de genética en la Escuela de Medicina de Stanford Hank Greely rebaja la urgencia y la distopía. “Hay muy pocos casos en los que los beneficios médicos no puedan lograrse mediante un correcto diagnóstico preimplantacional. Y, en términos de mejora, estamos tan lejos de conocer y entender los genes 'mejoradores', que los beneficios en este momento serían despreciables”, asegura.
En cualquier caso, hay ya muchos científicos que piden una pausa hasta que se llegue a un acuerdo global. Hay quien clama por un nuevo momento Asilomar, como la serie de reuniones que tuvieron lugar en California en 1973, cuando comenzaba la tecnología del ADN recombinante y los ensayos genéticos en microorganismos. De ellas surgieron algunos protocolos de seguridad que muchos países adoptaron.
Precisamente, en diciembre de 2015 algunos de los mayores expertos se han reunido en Washington para valorar pros y contras, y sus principales conclusiones se publicarán en 2016. De momento, un resumen de ellas aboga por la prudencia: no se debe frenar la investigación y, si no afecta a los embriones, la regulación deberá ser similar a la que sigue la terapia génica. Por el momento, están en contra de la manipulación de embriones, tanto por el riesgo técnico como por las implicaciones éticas.
No lo cree así Daniel Sarewitz, de la Universidad de Arizona. En la revista Nature, opinaba que “la idea de que los riesgos, los beneficios y los retos éticos de estas tecnologías emergentes es algo que tienen que decidir los expertos resulta desacertada, fútil y contraproducente. Subestima las fuentes democráticas que mantienen la vitalidad de la ciencia y el poder de la deliberación.Y provocará una mayor deslegitimación y politización de la ciencia en las sociedades modernas”.
Para Sarewitz “no hay manera de captar toda la complejidad de estos asuntos desde una perspectiva científica”. Además, “siempre hay disponibles expertos que apoyen preferencias opuestas”.
Mientras, los científicos opinan. Para George Church, genetista en la Escuela de Medicina de Harvard, los riesgos son mínimos. Afirma que antes de nacer “los hijos tampoco dan permiso a los padres para que estos se expongan o no a agentes mutagénicos como la quimioterapia o el alcohol”, ni después “para alterarles sus mentes con reglas y escuelas, que pueden ser transmitidas durante muchas generaciones sin modificar el ADN, y a veces son más difíciles de revertir”. Asegura que la prohibición podría frenar la investigación de calidad y fomentar las prácticas clandestinas.
Jennifer Doudna, la coinventora de la técnica, cree que una prohibición completa, aparte de ser inviable, pondría freno a la investigación de futuras terapias. Sin embargo, mucho más cauta, afirma que la edición genética de embriones humanos “no debería hacerse de momento, en parte por las desconocidas consecuencias sociales, pero también porque la tecnología y nuestro conocimiento del genoma humano no están listos para hacerlo de forma segura”.
Una opinión compartida por Guoping Feng, neurocientífico en el Instituto de Tecnología de Massachussets: “Todavía no es el momento de la manipulación genética de embriones”, comenta. “Si hacemos algo incorrecto podemos mandar un mensaje equivocado a la sociedad, que no apoyará este tipo de investigación científica nunca más”.